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Una María más o menos fría
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▲ Fotograma de la película de Pablo Larraín, protagonizada por la actriz estadunidense Angelina Jolie, aquí, en un fotograma del filme.
I

niciar la narrativa de una biopic desde la muerte o los últimos días de vida del biografiado se ha vuelto un procedimiento bastante usual. Es el caso de María Callas (Pablo Larraín, 2024), una más de las películas biográficas del director chileno (Jackie, 2016; Spencer, 2021), protagonizada por Angelina Jolie. Aquí la idea básica es revisar los últimos siete días de la vida de María Anna Cecilia Sofía Kalageropoulou, sin duda la diva operática más notoria de todos los tiempos, objeto de la adoración unánime (y en ocasiones ridículamente excesiva) de numerosos operópatas. De hecho, el filme de Larraín es rico en muestras de la pleitesía (abyección en muchos casos) que se rindió en vida a su personaje, y que no ha cesado hasta hoy. Como siete días de decadencia no alcanzan a cubrir un largometraje entero, Larraín utiliza un procedimiento ya probado en numerosos filmes: inicia el día de la muerte de Callas, en septiembre de 1977, retrocede siete días en el tiempo, y luego rellena esos días con numerosos flashbacks a momentos destacados de la vida y la carrera de la cantante. El otro recurso narrativo principal de Larraín, también ya muy visto y en este caso no del todo eficaz, es incluir en su esquema narrativo la filmación de un documental sobre la vida de la Callas: cine dentro del cine, una apuesta arriesgada si no se maneja bien, sobre todo si produce un distanciamiento dramático que cercena el vínculo película-espectador.

Los mencionados flashbacks de la vida de Callas están intercalados con diversos números musicales bien logrados, en algunos de los cuales el director se da licencia creativa para incluir ciertos elementos de fantasía que sí enriquecen la narración. En el centro de esta narración de los momentos clave de la vida de la soprano hay un buen entramado dramático centrado en el concepto María Callas como adicta: adicta a los fármacos, al público, a las ovaciones, a la adulación. En ausencia de casi todo ello, le quedan los fármacos, elemento enfatizado contundentemente por Larraín. El desarrollo del filme está señalado por interesantes momentos de reflexión, a veces bien sintetizados en una sola frase de la protagonista: Los hombres muertos son más manejables; Estoy feliz con el teatro que hay detrás de mis ojos; No hay vida fuera del escenario; No hay razón en la ópera; La felicidad nunca produjo una bella melodía. Asimismo, la película contiene algunas escenas particularmente memorables por lo que añaden al trazo del retrato de la cantante. Así, el deshacerse de sus vestuarios de ópera, exorcizando toda clase de fantasmas. O el cantar, de niña, una linda canción griega junto con su hermana Yakinthi.

Sí, en el filme de Larraín hay numerosos episodios musicales, en los que la voz es, mayoritariamente, la de la propia María Callas, lo cual imparte al proyecto una apreciable aura de credibilidad. Hay en el filme una presencia destacada de la ópera Tosca, de Puccini, cuya aria Vissi d’arte es convertida en un emblema sonoro y conceptual de la vida de Callas. Sería posible, acaso, reflexionar en que, en efecto, vivió del arte (y quizá del amor) pero en sus días últimos retratados en la película, ya sólo vivía de recuerdos y medicamentos.

¿Y la actriz protagónica? Creo que hay un cierto paralelismo entre la Callas de Angelina Jolie y el Bob Dylan de Timothée Chalamet; profesionalismo, concentración, estudio, buen esfuerzo interpretativo, pero sin un resultado realmente convincente. La realidad nos dice que La Divina fue una mujer/artista de personalidad fuerte, energética, explosiva por momentos y con episodios de extrema fragilidad, rasgos que Angelina Jolie y su director prefirieron conservar en una cierta penumbra de contención y control. Sin embargo, María Callas es una película con estimables valores de producción y momentos dramáticos destacados, que vale la pena ver y que sin duda desatará sabrosas polémicas entre los aficionados a la ópera.

Y como suele ocurrir con mucha frecuencia en este tipo de filmes, las tentaciones de caer en el lugar común no fueron resistidas: poner como música de fondo en los créditos finales el coro Va pensiero de la ópera Nabucco de Verdi es un cliché de grandes dimensiones; no hacía falta, y sale sobrando.