n las últimas semanas, las violencias en el ámbito escolar como casos de bullying y otras expresiones atentatorias de la dignidad e integridad de niños y adolescentes, han sido tema de atención y debate público en todo el país. Lamentablemente hechos como estos no son nuevos, sino que se han vuelto un fenómeno cada vez más frecuente en el ámbito educativo mexicano. A pesar de las campañas de visibilización y concienciación que se ham impulsado durante los últimos años, el bullying sigue siendo una presencia cotidiana en la vida de las infancias y juventudes tanto fuera como dentro de los espacios educativos.
Hace unos días, el caso de Fátima, alumna víctima de bullying en una secundaria en Iztapalapa, ha vuelto a evidenciar la falta no sólo de medidas urgentes, sino de mecanismos integrales y de largo aliento que debieran implementar el trinomio clave compuesto por autoridades educativas, escuelas y el lugar protagónico e insustituible que las familias deben jugar en cuidado de la integridad de sus hijos.
Junto con el de Fátima, otros casos reportados en San Luis Potosí o el intento de ahorcamiento ocurrido en una secundaria de Tamaulipas, son otros casos en semanas recientes que hacen de nuevo pertinente poner foco sobre la continuidad y recrudecimiento de la penetración de las violencias en los recintos escolares y sus entornos.
Vista en datos, la magnitud del problema del bullying varía según la instancia u organización que realice la medición, pero la conclusión, más allá de la fuente consultada, es invariable: es una problemática de urgente atención que está condicionando los procesos formativos, la salud y la dignidad de un enorme número de niños y adolescentes. En la escala nacional, el Inegi reporta más de 3.5 millones de niños y adolescentes como víctimas de bullying; en tanto que la OCDE señala que, en México, 24 por ciento de los estudiantes de nivel secundaria y bachillerato han sido víctimas de este acoso. A escala global, la Unesco reporta que uno de cada tres estudiantes dice haber sido agredido físicamente al menos una vez a lo largo del último año.
Según el Consejo Ciudadano para la Seguridad y la Justicia de la Ciudad de México, los casos de bullying en los últimos años en la capital del país se han incrementado 65 por ciento. El nivel educativo de secundaria es la etapa que concentra la mayoría de los casos, con 45 por ciento del total. La forma de agresión más reportada es la violencia física (29 por ciento) seguida de la violencia verbal (26); mientras el acoso vía redes sociales es cada vez más común y en dicho reporte representa ya 11 por ciento del total. De acuerdo con este estudio, 55 por ciento de los casos afecta a mujeres adolescentes, y 49 por ciento de las víctimas tienen entre 12 y 15 años.
La Secretaría de Salud reportó a escala nacional un aumento de 80 por ciento en las agresiones físicas ocurridas en las escuelas. En 2023, la dependencia reportó 943 hospitalizaciones de niños y adolescentes por causa de hechos violentos ocurridos dentro de los centros educativos.
Como evidencian las anteriores cifras, las violencias en el ámbito escolar no pueden seguirse tratando como un fenómeno aislado, sino como un problema estructural que atraviesa la vida de las infancias y adolescencias en todo el mundo y que no se acaba en las expresiones que pueden observarse dentro de los espacios escolares, sino que está permeada por las violencias que azotan al país y en particular por las dinámicas de macrocriminalidad que viven regiones de México. En este gran marco de violencia se inserta también otro tipo de casos asociados al consumo e intoxicación por sustancias nocivas dentro de las aulas, o la reproducción de las violencias en espacios digitales ampliamente utilizados por los más jóvenes.
Es indispensable elaborar un programa integral para la prevención y la atención de las violencias a nivel del sistema educativo en su totalidad e integralidad, más allá de las particularidades regionales que deben ser objeto de estrategias adicionales diseñadas puntualmente y con una aproximación mucho más profunda que se haga cargo de la complejidad de este fenómeno.
En clave educativa, es insoslayable reconocer que acompañar a los niños, adolescentes y jóvenes en su formación, es un hecho complejo y atravesado por las determinaciones de la historia y que, por ello, ni el ámbito escolar es impermeable a las condiciones de su contexto y ninguno de los actores que intervienen en esta tarea puede cargar por sí solo con toda la responsabilidad. Las autoridades educativas, los centros escolares, así como el seno familiar y de redes de apoyo de los estudiantes, deben asumir la responsabilidad para hacer de los centros educativos espacios desde los cuales se construya la paz. En entornos de violencia generalizada como el nuestro, las escuelas deben ser espacios que garanticen paz y seguridad para todas y cada una de las personas integrantes de sus comunidades.