alindo sale de los abarrotes de la esquina, rebotando sobre sus propios resortes, entre los frigoríficos de refrescos y el congelador de las paletas. Con sonrisa de caimán empuña un litro de amarillo Tonayán en botella plástica. El Pacas, El Chancla y Toribio le abren cancha en la banca que acaparan, de esas de hierro forjado vagamente pintadas de verde con el escudo de la ciudad en el respaldo. No hay colonia o barrio sin su escuadrón de la muerte. La avenida revienta de acción, carros apeñuscados con choferes impacientes, las banquetas y los cruces rebosan carne de peatón, viene y van o nada más transitan de que si el mercado de Jamaica, la tortillería, la tlapalería, la urbanización envejecida de la unidad habitacional con sus patios y aparcaderos enjaulados, de las ventanas colgando ingeniosos ganchos en racimo para la mezclilla, las toallas y un surtido promiscuo de calzones y pantaletas.
El Chancla extrae de su saco chamagoso un puñado de colillas de buen tamaño que tuvo a bien pepenar en las horas recientes y ofrece a todos. Está por guardar los tres cigarros que sobraron cuando por atrás le cae Gustavo, El Gusano, que hace de chalán en la vulka calle abajo, la cara tiznada y las manos negras de llanta y grasa. Lo estrangula riendo su dañada dentadura de huitla-coche y reclama de guasa:
–¿Qué, no me vas a convidar?
–Ta’ güeno, ta’ güeno –se lo quita de encima El Chancla, le extiende una colilla y se guarda el par restante.
Para sentarse tiene que quitar tres cadáveres de caguama que ocupan un lugar. Galindo rueda la tapa amarilla del Tonayán, da un trago goloso y rola el pomo, enciende el cigarro mocho, suelta un pedo de alegría y Toribio le advierte riendo:
–Te echas otro y te vas.
–Te echas mejor tu trago, juar, juar.
Se les aproxima Cabral, puestero de periódicos en la misma esquina, y con mueca de desagrado conmina al escuadrón:
–¿Por qué mejor no se meten a la pulquería y dejan de estorbar, güevones?
Galindo, el más sociable del grupo, único que pasa del chemo por cierto, replica:
–Hermano, qué más quisiéramos pero el elíxir de los dioses está recaro y la gorda de los barriles nunca es de fiar.
–Afean la calle, pelados –insiste Cabral.
–Mírate nomás, ni que estuvieras bonito –interviene El Pacas.
–¿Quieren que llame a la autoridad?
–No queremos nada, déjanos en paz. Échate uno con nosotros –responde Gustavo con la autoridad que le da ser el único que trabaja.
Cabral desiste, tiene clientes esperando en el kiosco. En ésas, un frenazo. Llantas rayando el hule. Enseguida, el estruendo horrible de un madrazo vial.
–¿De dónde salió ese Tiguan vuelto madres? –pregunta filosóficamente El Pacas, único del escuadrón en presenciar el accidente.
¡Reájales! Rueda sobre el asfalto un motociclista al que derribó su intento por eludir el percance. Se incorpora ileso. El Tiguan se estampó contra un colectivo verde y lo aventó contra un poste. Bajan los pasajeros atropelladamente. Algunos sangran de la frente. El conductor de la unidad desciende cojeando, revisa el impacto del Tiguan en su carrocería y se dirige al auto, cuyo conductor, abrazado al volante todo chueco, tiene la cara del que acaba de expirar.
Del escuadrón sólo permanece Galindo en la banca. Los demás se arriman al chisme y la pelotera por la irresistible exhibición de sangre, fierros rotos y desgracia ajena. Demasiado ebrio para caminar, Galindo se aferra al pomo, canturrea Que te vaya bonito y se recuesta en la banca a todo lo que sus piernas dan. Que para cuidarles el lugar a los demás, piensa.
Claxonazos de caos. Vocerío. Celulares en ristre de la pequeña multitud. Al poco rato, sirenas aturdidoras.
El escuadrón de la muerte deja el chisme y retorna a su lugar de origen, sólo para encontrar a Galindo acaparando la banca, dormido, ajeno al berenjenal.
–¡Qué bonito! –exclama Gustavo.
Jala una pierna del feo durmiente mientras El Pacas le arrebata el Tonayán y El Chancla recupera su asiento. Galindo rebota en el suelo, ora le tocó rebotar, y balbucea:
–El que se fue a la Villa perdió su silla, cabrones.
Le toma una suma considerable de minutos el elemental esfuerzo de ponerse de pie. Nadie le ayuda.
–Dame un cigarro –suplica a El Chancla.
–Es el último –miente El Chancla; saca el cigarro, mentolado, da la casualidad, y se lo avienta.
Galindo no lo cacha y tiene que inclinarse a recogerlo. Lo agarra con torpeza y lo medio rompe. Consigue que El Chancla lo prenda con un encendedor en las últimas.
–Nomás porque tú pusiste el Tonayán –dice El Chancla, arrebata el pomo a El Pacas y se lo empina, pensando en los ojos del muerto que los paramédicos todavía batallan para sacar del carro que conducía.