on una sonrisa cálida y una mirada que refleja una vida llena de experiencias, Beatriz Canfield (Ciudad de México, 1972) se sienta con una postura relajada y recuerda su infancia. Vivió en los edificios Condesa, rodeada de artistas, cantantes y actrices. Esta comunidad vibrante y creativa se convirtió en un refugio para su imaginación y expresión. Su madre, Beatriz Zapata, trabajaba todo el día y en esa soledad, Beatriz sintió la libertad de explorar el mundo que la rodeaba.
Su primer deseo estuvo dirigido hacia la danza. Después de algunos años de estudio y práctica, consideró que era una disciplina demasiado estricta y limitante para ella. A los 15 años de edad, en una odisea prematura, viajó a Francia y visitó los grandes museos, donde descubrió a los artistas europeos y su pasión por las artes visuales.
El vínculo con su padre, el escultor Juan Carlos Canfield, fue complejo, marcado por la influencia artística, el distanciamiento y el desafío. Beatriz recuerda con nostalgia los días que pasaban en el estudio de la calle de Zamora, en el cual la creatividad era el aire que se respiraba, rodeada de modelos femeninas y artistas que se convirtieron en familia para ella.
Su progenitor la llevó a las fundiciones, en las que descubrió el mundo de la escultura y observó los procesos creativos, lo que probablemente forjó su identidad como artista. La relación padre-hija estuvo marcada por un distanciamiento ideológico. Cuando Beatriz expresó su interés por la escultura, su padre la desalentó, diciendo que no debería ser escultora por el hecho de ser mujer. Ella se sintió ofendida y desafiada, lo que le dio fuerza para seguir explorando y desarrollando su trabajo.
En 1994, ingresó a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado, La Esmeralda, donde encontró su verdadera vocación. Su arte es una reflexión de su alma y una expresión de sus emociones y pensamientos, un tributo inconsciente a su padre, quien le enseñó a ver el mundo de manera diferente. En sus esculturas, busca expresar la fragilidad y la fuerza de la mujer, así como la relación entre la naturaleza y la sociedad. Su trabajo es un viaje introspectivo, un descubrimiento de sí misma y del lugar que le corresponde en el mundo.
Con una personalidad fuerte, Beatriz Canfield se abre camino hacia horizontes inexplorados. Su madurez y seguridad se van renovando constantemente por su inquietud y búsqueda de nuevos proyectos. Su mente es un torbellino de ideas y creatividad, siempre en busca de nuevas formas de expresión. Sin límites, su obra abarca una amplia gama de temas y técnicas. Es una artista innovadora y emocional. La obsesión por experimentar la llevó a explorar el trabajo con sal, un material que le pareció fascinante. Con la ayuda del alumbre, logró aglutinarla y fundirla, creando un cuerpo de obra para la exposición Entre el cielo y el agua en el Museo Universitario de Ciencias y Arte de la UNAM en 2003. Pronto descubrió que el resultado era efímero y como consecuencia perdió parte de su trabajo.
Su vida se caracteriza por un espíritu nómada. Durante siete años vivió en Suiza con sus hijos pequeños, dejando una huella indeleble en el paisaje artístico de ese país con esculturas en colecciones privadas y espacios públicos. En la ciudad de Sierre creó la galería Zona 30, que consistió en siete vitrinas iluminadas en la calle, proyecto que abandonó la individualidad para centrarse en la comunidad y lograr un ambiente cultural callejero.
Al regresar a México, comenzó a utilizar pólvora para explorar la relación entre el tiempo y el espacio. Su objetivo era detener el ritmo acelerado de la vida y observar la destrucción como un catalizador para ver nuevas perspectivas. A través de la grabación en cámara lenta de las explosiones, descubrió que la destrucción es una forma de revelar nuevas verdades, una metáfora de su propia vida, en la que el fin de una etapa o relación puede ser visto como una oportunidad para comenzar de nuevo.
Actualmente trabaja con microconcreto, un material versátil que se puede modelar, tallar y texturizar. Su proyecto Cuerpos de agua, propuesto para los jardines del Museo de Arte Moderno, consiste en estructuras que evocan los jagüeyes, pero con un enfoque artístico y poético que refleja su profunda conexión con la naturaleza.
En Tlalpan, Canfield tiene una escultura pública, Río de metal, una pieza de 500 metros de largo que donó a la alcaldía en 2009. Con el paso del tiempo, la escultura se ha visto relegada al olvido, sumida en un estado de abandono y deterioro, sin mantenimiento ni reconocimiento. Se ha convertido en un símbolo de indiferencia hacia el arte y la comunidad. Durante una década, la artista ha luchado incansablemente para que se le haga justicia a su obra, solicitando que se arregle y se coloque una placa con su nombre. A pesar de los cambios de administración, la indiferencia hacia su obra persiste, lo que le provoca una profunda frustración y tristeza al ver Río de metal en el olvido.