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Tumbando caña

Pongamos que hablo de Joaquín

T

enía 36 años menos que ahora, venía presidido del prestigio que le daban seis álbumes en estudio y uno (primordial) en vivo, todos publicados en España, y la exitosa puesta en escena de sus canciones en escenarios de su país. Muchos lo consideraban la figura número uno del rock en español y también el mejor letrista en nuestro idioma. Él, que llegaba por primera vez a nuestro país a promocionarse nos decía, en broma, que venía a hacer las Américas.

Para muchos de nosotros, Joaquín Sabina era una especie de secreto madrileño. Pepe Návar (promotor y traficante de rock) fue quien en primera instancia nos acercó a su universo. Nos roló casetes de los primeros discos, biografía completa, recortes de periódicos españoles que destacaban el quehacer de El Flaco de Úbeda, grabaciones en vivo, discos oficiales y, un año antes de los conciertos en México en marzo de 1989, cuando Joaquín vino a darse una vuelta para palpar terreno, conocer cómo andaba la música por acá y enterarse cómo somos y pensamos los mexicanos, nos reunió a unos cuantos con él.

La primera impresión cuando lo vimos fue de estar ante un caballero de 30 y pico de años, elegante, bebedor de güisqui, fumador empedernido, con un humor socarrón y dispuesto a la charla larga.

Gracias a Návar, habíamos escuchado su trabajo y por ello descubrimos a un narrador nato, un autor irreverente, con historias cotidianas, cínicas, amorosas, divertidas, pícaras y sensualonas.

Historias que le pueden ocurrir a cualquiera, nos decía Sabina, cuyo éxito radicaba precisamente en esos textos sumamente interesantes por las figuras literarias a la que acudía: el coloquialismo, la prosopopeya, el símil, la paradoja, la hipérbole y tantas otras que le daban un sello inconfundible a sus canciones, en las que la vida y la obra se abrazaban y la libertad se erigía majestuosa en cada verso.

Por sus confesiones descubrimos a un personaje que vivía en horarios propios de un vampiro, que era afín a las novelas negras, que odiaba hacer play back, que gustaba del cine estadunidense, principalmente el de los thrillers, realizado por los herederos de John Houston, que le encantaba el lado exhibicionista del rock y que sus primeras influencias musicales venían de Georges Brassens, Bob Dylan, Leonard Cohen, Tom Waits… y todo el folk americano en general.

Ahora que viene a despedirse del público mexicano, 36 años después del primer encuentro, haremos una pequeña revisión del qué y cómo musical de Joaquín Sabina, su relación con nuestro país y el legado que nos deja.

El pueblo de Úbeda, provincia de Jaén, Andalucía, lo vio nacer el 12 de febrero de 1949. De sus primeros años se sabe la inclinación musical cuando prefirió una guitarra al reloj que su padre le obsequiara por haber cursado el cuarto de primaria con excelentes calificaciones. Siendo apenas un joven bachiller se marchó a Granada a estudiar filología hispánica, enrolándose en las noches bohemias de bares y cafés literarios con su fiel compañera la guitarra. Aspiraba ya la esencia nocturna que emana de una ciudad que resiste al tiempo.

Por problemas con la autoridad judicial, que lo acusó de subversivo comunista involucrado en atentados contra las instituciones, se exilió en Londres, donde se ganó la vida cantando canciones sudamericanas en la calle y en ocasiones en restaurantes y bares. Este autoexilio terminó a la muerte del dictador Francisco Franco. Al regresar a España no tenía oficio ni beneficio, por lo cual aceptó ingresar a la mili, donde concluyó su carrera universitaria.

Al tiempo que trabajaba como telonero del catalán Luis Llach, Joaquín continuó con su oficio de compositor inspirándose en lo cotidiano. Ciertos ejecutivos discográficos escucharon su material y se animaron a grabar su primer álbum: Inventario (1978). La historia musical de Sabina comenzaba con este disco y sus presentaciones en el bar La Mandrágora, donde actuaba cada semana con su amigo Javier Krahe. Ahí es conocido por la gente progre, que lo eleva a cantor de culto.

Tras la fama local, Joaquín siguió grabando discos y trascendiendo a otros ámbitos. En 1980 aparece Malas compañías, su segundo álbum al que le sigue Ruleta rusa, ambos integran canciones que enseguida alcanzan una gran popularidad: Pongamos que hablo de Madrid, Calle melancolía, Gulliver, Circulos viciosos o Mi amigo Satán, el primero, y Pisa el acelerador, Juana la loca, Por el túnel, Cuando era más joven, Eh, Sabina, el segundo, que son retratos del Madrid duro y nocturno.

En 1981, Joaquín Sabina grabó un nuevo álbum al que tituló La Mandrágora, con sus amigos Javier Krahe y Alberto Pérez, en homenaje al bar que lo acogió en su etapa de trovador. Juez y parte fue lanzado en 1985 y con este disco Sabina se consolidó como un superventas, pasando de 20 mil copias a 400 mil, cifra récord en España que se repite con Hotel dulce hotel dos años después.

Con la grabación En Directo de sus presentaciones en el Teatro Salamanca de Madrid los días 14 y 15 de febrero de 1986, consiguió ver realizado un viejo sueño: el hacer del disco la representación de su música en vivo. El empeño de Sabina alcanzó un rotundo éxito con canciones geniales, selección de sus cinco trabajos en estudio y la presencia de figuras destacadas de la música pop rock español como Luis Eduardo Aute, Luis Mendo, Javier Gurruchaga, Javier Krahe, Ricardo Solfa y Andreas Prittwitz.

A raíz de dicho recital y la aparición del álbum doble, BMG Ariola lo firmó y comenzó la campaña latinoamericana de difusión. México fue el país punta de lanza. La maquinaria se echó a andar. Joaquín Sabina y Viceversa ya está listo para venir a la capital mexicana.

Entre tanto, el álbum doble se volvió objeto de culto entre roqueros de cepa e intelectuales buena onda.

En el país sólo se podía conseguir en casetes piratas o por importación. De todas maneras, Sabina se escuchaba. La onda expansiva apenas empezaba.