ueda en el tintero, por ahora, un artículo sobre las medidas de Trump para acabar con el asilo, cerrar la frontera y deportar a millones (sic) de migrantes residentes indocumentados, que desde hace décadas viven y trabajan en el otro lado.
Otro artículo sobre Trump resulta quizá necesario, pero no es urgente, cuando todavía tenemos la posibilidad de ver, oír y palpar otras texturas, como la oportunidad de ver y admirar a un artesano mexicano trabajar con las manos y olvidarnos, por un rato, de toda la escoria que oímos y leemos en estos días.
En países donde la artesanía sigue viva y vigente, como en México, Perú y otros países, la posibilidad de conocer y tratar al artesano personalmente está abierta y depende del interesado. Es más, uno puede observar y aprender del artesano en su proceso creativo.
Es el caso de Daniel Aguilar, que trabaja en un taller dedicado al barro bruñido, en Tonalá, Jalisco. En una ocasión pude observar cómo pintaba una línea muy delgada en una taza de café, propiamente un vaso, sin aza y a mano alzada pintaba una línea muy delgada por todo el exterior y también el interior. La línea blanca, sobre el fondo café, se podría decir que partía la taza en dos.
Se trataba de una producción en serie para un pedido, pero la hechura y la pintura era artesanal, única, muy similar, pero al mismo tiempo diferente. Quedan pocos pintores en México que tengan tal grado de maestría al hacer una línea tan sencilla, pero al mismo tiempo tan compleja y tan perfecta.
Obviamente Daniel tiene obra mucho más interesante que una taza de café y trabaja al lado de uno de los grandes maestros del arte popular, como Ángel Santos. Pero cada quien tiene sus habilidades y destrezas, así como su propia caja de pinceles.
Le pregunté a Daniel por el pincel que utilizaba para pintar esa línea tan fina y tan larga y me dijo que para eso tenía uno con pelo de ardilla joven. Y me enseñó su caja de pinceles, una lata alargada, muy traqueteada, donde había una docena de pinceles, todos elaborados por él mismo y de diferentes pelos y grosores: ardilla, perro, gato, tlacuache y otros. Cada uno era para algo diferente, incluso los ya muy gastados servían para hacer puntos en la decoración, para rellenar espacios, algo tan característico de la artesanía mexicana, el horror al vacío. Y le pregunté cómo conseguía las ardillas y, muy orgulloso, me dijo que se las traía el chucho del taller, que era muy buen cazador y de vez en cuando les llevaba a mostrar sus trofeos.
En otra ocasión fui a visitar el taller del maestro Martín Ibarra, en el pueblo lacustre de Cajititlán, llamado San Juan Evangelista. No estaba y nos atendió su esposa. Preguntamos por unas figuritas zoomorfas que eran silbadores y resulta que ella los hacía, mientras Martín se encargaba de hacer sus famosas vírgenes amponas y patronas de diferentes localidades de la región: la trilogía jalisciense de Talpa, Zapopan y San Juan de los Lagos.
Al conversar sobre sus piezas pequeñas y cómo le hacía para sacar diferentes sonidos, nos invitó a su taller, un cuarto con poca luz y muchas piezas, unas en buen estado y otras rotas. Se colocó en medio del cuarto, se sentó en un banquito y de una bolsa de plástico empezó a sacar barro y amasarlo con las manos. Hizo algo así como una tortilla, pero ovalada, ella mismo dijo que había que formar como un taquito
y dejar una cavidad adentro. Poco a poco, la palomita fue tomando forma. En la cola le hizo un hueco con un alambre hasta la cavidad y luego, en el lomo, le abrió otro con un cuchillo, por donde saldría el aire.
Y ahí estuvo unos minutos trabajando, hasta que salió el primer silbido, débil pero audible, luego fue cambiando el tono a medida que moldeaba la salida y el sonido ofrecía distintas variantes y mayor fuerza. Una vez satisfecha con el resultado le añadió unas patitas y moldeó la cabecita para darle la forma a la paloma. En 10 minutos vimos cómo fabricaba ocarinas, flautas y silbatos de esta tradición ancestral, que nos viene desde tiempos prehispánicos.
En ambos casos, tanto Daniel Aguilar como la señora de Ibarra, no figuran en el libro de Grandes maestros del arte popular, pero forman parte de un equipo, de un verdadero taller, como aquellos de la edad media y el renacimiento, donde se aprende y se enseña el oficio, donde padres e hijos, vecinos y paisanos perpetúan tradiciones, las transforman y las recrean.
En México, todavía podemos volver al pasado y gozar del presente que te dan estas maravillosas oportunidades. Sólo hay que buscarlas y aprender a gozarlas.