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Caminar
E

n ese múltiple y siempre asombroso libro de aforismos que dio fama a Georg Lichtenberg, aparece uno dedicado a imaginar cómo prolongar la vida. Existen dos vías, sugiere el filósofo alemán. La primera consiste en posponer el fin, alargando el camino que va del nacimiento a la muerte. Para ello, la ciencia, los médicos, los curanderos y las abuelas suelen disponer de recetas. El otro método, más íntimo y personal, reside en recorrer la distancia entre los dos puntos de manera más lenta y detenida, haciendo que cada instante cobre su intensidad debida, sin rumbo fijo, en zigzag, saltando entre los escollos, dar una vuelta imprevista como una hoja sin árbol en el tiempo de la tarde. Al igual que en esos momentos de auténtica tranquilidad, es decir, cuando nos liberamos momentáneamente de ese yo que aprisiona y tortura nuestras cabezas.

Habría que desproveer de cualquier intención a esa caminata. Simplemente andar, sin ningún camino –ni voluntad de hacerlo–, sin meta qué perseguir, donde cualquier dirección resulte posible. Nada parecido al célebre ejercicio, puntual y cotidiano, que convirtió a Kant en parte del preciso recuento de las horas del atardecer de Königsberg. Es fama que el autor de la Crítica del juicio caminaba cada tarde atravesando las mismas calles a la misma hora con tal exactitud que los vecinos podían poner sus relojes a tiempo a la hora en que él pasaba. Las noticias que él mismo ofrece sobre su matemática rutina es que debía apartarse por un rato de su trabajo (que lo obligaba a estar sentado) y proveerlo de una mejor salud. Quienes lo llegaron a observar aseguran que miraba su reloj constantemente como si quisiera exprimir una gotas de solaz descanso al tiempo para luchar contra su marcha. Esos mismos relojes que ya en la época colgaban de los edificios públicos en París, y que en 1789 los revolucionarios sans-culottes, una vez armados con sus fusiles, convirtieron en blancos indiscriminados de sus disparos, acaso en búsqueda de un acto de merecida liberación. Porque disparar contra relojes significa, en el mundo donde somos el objeto de su disciplinada regulación, disparar contra el tiempo.

Frederic Gros compiló hace algunos años un magnífico estudio ( Andar, una filosofía , 2014) sobre quienes hicieron del caminar no un ejercicio, ni un deporte, ni una rutina, sino una forma de vida: Rousseau, Rimbaud, Nietzsche, Thoreau… Acaso se extraña en este dilecto club a Borges, al menos antes de quedar ciego.

Nietzsche profesaba al respecto una filosofía, digamos, opuesta a la de Kant. Transcribo una de sus notas autobiográficas: Estar sentado el menor tiempo; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos en libertad; a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. La carne sedentaria es el auténtico pecado contra el espíritu. Para él, caminar representaba el estado físico y mental en el que uno no va hacia las ideas, sino que las ideas lo llevan a uno de la mano en el más radical de los actos de libertad: el momento en el que logramos liberarnos de nosotros mismos. Recomendaba andar solo, porque la persona con la que me encuentro suele enseñarme menos que el silencio que rompe.

Borges solía caminar de noche, a veces muy de noche. Una parte muy cuantiosa de su poesía temprana sucede andando. Tiene un poema que lleva el título de Caminata: También está el silencio de los zaguanes. / En la cóncava sombra / vierten un tiempo vasto y generoso / los relojes de la medianoche magnífica, / un tiempo caudaloso/ donde todo soñar halla cabida / tiempo de anchura de alma, / distinto de los avaros términos / que miden las tareas del día.

Es acaso esta sensación en que el andar se vierte en un tiempo caudaloso la que nos está cada día más vedada en las ciudades de hoy.

Borges, Nietzsche y Rimbaud vivían en un mundo donde las calles y las avenidas estaban hechas a la medida de la gente. Hoy (creo que fue Monsiváis el que lo dijo) el gobierno de la Ciudad de México debería garantizar un seguro de vida para los audaces que se atreven a cruzar un eje vial.

Y, sin embargo, caminar es la única manera de hacer que la vida transcurra de manera lenta, dónde el beneficio de la fiesta del pensamiento resulta prolijo. Además no cuesta, ni requiere de aprendizaje o técnica alguna. Pero es díficil y, a las altas horas de la noche que fascinaban a Borges, puede ser incluso peligroso. De las muchas felicidades que nos han vedado el crimen y el Estado policiaco, una de ellas es la de valorar esta elemental forma de la calma, el sosiego y la comunicación con el mundo que habitamos. Porque las zonas públicas actuales de la ciudad (los parques, las plazas, los solares) han devenido zonas de insidiosa vigilancia, rincones solitarios de un panóptico en el que ir a deambular por las noches puede resultar un acto sospechoso.