ada cosa que existe contiene un mundo. Eso que entendemos como cosa
es nuestra tierra firme. Lo demás reside sólo en la cabeza. El extraño poeta Francis Ponge (1899-1988), cercano al cubismo, al surrealismo, al comunismo y al existencialismo, pero a salvo de todos ellos, dedicó páginas perfectas como diamante a las cosas simples y lacónicas en poemas con aroma de ensayo, o viceversa. Escribió del jabón (todo un libro), el pan, un bosque de pinos, un vaso de agua. Entre sus libros más conocidos, La partie pris des choses (inexactamente traducido como De parte de las cosas) y Proemes, que como su nombre indica, son poema y prosa. Más allá del objeto cotidiano, Ponge objetiva la naturaleza de la idea.
Por acá, antes de tentar al tigre, Eduardo Lizalde se apuntó Cada cosa es Babel (1966) y fue implacable, incisivo, algo violento. Acomete con firmeza la interrogante contemplación de lo sólido; al enunciar la cosa la siente y le da sentido: Dime tu nombre, cosa
. El hallazgo puede ser sorprendente, hablar a la roca la reblandece: Y le digo a la roca: / muy bien, roca, ablándate, / despierta, desperézate, / pasa el puente del reino, / sé tú misma, se mía, / dime tu pétreo nombre / de roca apasionada. // Y no sabe decirlo, / no cabe un alfiler de labios / en su cuerpo sin rostro. / Pero yo sé su nombre, / roca, le digo / y comienza a ablandarse
.
Las cosas ¿son para lo que son? ¿O para llamarse nada más? Muchas cosas tienen dueño. El capitalismo endiosa la propiedad y envenena a la gente con avaricia, codicia, envidia. Quizá lo mejor que hay no tiene dueño. Es preferible el aire al oro, pero la gente mata o muere defendiendo la posesión del segundo y al primero ni siquiera lo ve pese a usarlo todo el tiempo. Todas las cosas del mundo suceden en el aire, hasta el oro: utensilios y herramientas, recipientes y componentes, prendas y muebles, minerales y maderas.
Las cosas parecen tener alma. A La muñeca fea de Cri-Cri, desdeñada por su poseedora, el ratón la consuela así: Te quieren la escoba y el recogedor. / Te quiere el plumero y el sacudidor. / Te quieren la araña y el viejo veliz. / También yo te quiero y te quiero feliz
.
¿Son los hologramas cosa? ¿Lo serán algún día? El holograma de un zapato es tan cosa, o tan poca cosa, como la palabra que lo nombra. En el lenguaje actual, el vocablo que designa algo concreto sería la versión virtual
de ese algo. Si digo zapato, es pero no está ni me lo puedo poner. Las cosas viven con nosotros, participan de nuestra experiencia.
Por ejemplo, las toallas. Nos acompañan con terquedad admirable. Las conocemos de toda la vida. Tan coloridas y vivaces, tersas y de nítidos bordados en las orillas cuando nuevas, envejecen contra nuestra piel o el lavadero acanalado y entre las paredes de la lavadora.
El destino de la toalla es el nuestro. Se decolora, le quedan manchas incorregibles, se deshilan, se vuelven rasposas, se raen y guardan olores perennes. Pero como los zapatos, nos inspiran apego, fetichismo íntimo, comodidad, cierta certidumbre. Viajan con nosotros, duermen a veces con o entre nosotros. Algunas pueden contener recuerdos románticos o cómicos. Se llevan mal con las toallas de los hoteles, no se mezclan con ellas y hacen todo por diferenciarse de su impersonal arrogancia.
Alrededor de las albercas pueden suscitar escándalo, diversión o el ridículo según las ilustren estampas, logos, retratos o monitos de programas infantiles. Se enarenan en nuestro lugar, chorrean por nosotros cumpliendo su papel secante. Mojan equipaje, sillones y camas, pero conservan algo de angelical, o cuando menos maternal. En la decadencia se fragmentan, sirven de trapo, de jerga, untan grasa en la herramienta hasta quedar irreconocibles, por lindas que hayan sido. Y como todo por servir se acaba, nos desprendemos de ellas sin darnos cuenta.
Francis Ponge expone sus razones de manera reiterada en sus escritos: “Si bien las ideas me decepcionan, con mucho gusto las apruebo, al darme cuenta de que es vital para ellas, ya que sólo están hechas para eso. Las ideas requieren de mi aprobación, la exigen y me es muy fácil dársela: esa dádiva, esa aprobación no me retribuye ningún placer, más bien, cierta repugnancia, náusea. Por el contrario, los objetos, los paisajes, los acontecimientos, las personas del mundo exterior me atraen sobremanera. Tienen mi confianza. En virtud del solo hecho de que en absoluto la necesitan. Su presencia y su evidencia concretas, su espesor, sus tres dimensiones, su lado palpable –indudable–, su existencia –de la que estoy mucho más seguro que de la mía propia–, su aspecto: ‘es bello porque yo no lo habría inventado, habría sido incapaz de inventarlo’, todo esto es mi única razón de ser, mejor dicho, mi pretexto; y la variedad de las cosas es en realidad lo que me construye” (El silencio de las cosas, Universidad Iberoamericana, México. Traducción: Silvia Pratt).
Esa variedad permite existir al autor en el silencio mismo. Lo mejor de las cosas es que callan, como enseñara Cézanne. Siempre me ha parecido que Ponge veía el mundo como Georges Braque: sólido y quieto.