Domingo 12 de enero de 2025, p. a12
En junio pasado se lanzó la versión en español de la biografía sobre la poeta de culto estadunidense Elizabeth Bishop (Massachusetts, 1911-Boston, 1979) escrita por Megan Marshall. La Jornada publica para sus lectores un fragmento del volumen Elizabeth Bishop: Un milagro para el desayuno, con permiso de la editorial Vaso Roto. La obra ya se encuentra a la venta en librerías mexicanas.
La miga
Llegaron tragedias sobre las que Elizabeth podría haber escrito, pero no lo hizo. Dos semanas antes de su graduación, a finales de mayo de 1934, su madre murió a los 54 años en el sanatorio de Dartmouth, Nueva Escocia, donde vivía desde 1916. En una carta a Frani Blough, una de las primeras amigas a las que había hablado de Gertrude años atrás en Walnut Hill, Elizabeth daba la noticia en un epílogo lacónico después de páginas y páginas sobre los planes de verano: Supongo que debo decirte que mi madre murió hace una semana. Después de 18 años, es lo mejor que podía haber pasado
.
Apoplejía
, el resultado de una hemorragia cerebral o derrame cerebral, fue la causa registrada en el certificado de defunción de su madre, con sicosis crónica
como factor contribuyente
. Elizabeth no volvería a leer estas palabras durante más de una década, y es posible que en aquel momento no se le informara de nada más allá del hecho de la muerte de Gertrude. Si asistió al funeral en el cementerio Hope de Worcester, donde enterraron a Gertrude junto a William –sus padres reunidos por primera vez desde que Elizabeth era un bebé–, fue algo que no le dijo a ninguno de sus amigos. Lo más probable es que se quedara en Vassar, donde, según le confesó más tarde a su sicoanalista, esa primavera había sufrido crisis de llanto, a menudo tras una noche de copas en Poughkeepsie con Louise Crane, que había abandonado la universidad pero seguía yendo a visitar a sus amigos en tren o en coche desde Nueva York. Pensaba en su madre constantemente
y miraba hacia los meses y años que tenía por delante. Estaban en blanco sin el sentido de comunidad y la estructura de los estudios.
Tal vez cuando escribió a Frani que la muerte de su madre era lo mejor que podría haber pasado
Elizabeth esperaba poder poner fin a su persistente ansiedad. Ya no era necesario imaginar el día a día de su madre en un manicomio, en un jardín amurallado. La muerte sobre la que a veces había mentido, incluso deseado, por fin era real. Pero ¿acaso eso cambiaba algo? El tío Jack Bishop creía firmemente que no había tendencia hereditaria a la locura
en la familia, como le había dicho a la señorita Farlow, pero Frani comprendió que para Elizabeth el miedo a heredar la enfermedad de su madre era algo horrible
que se había obligado de manera consciente
a reprimir. Durante el año que siguió a la muerte de su madre, anotó en uno de sus cuadernos un poema rimado que empezaba alegremente, pero terminaba de manera oscura:
El pasado,
al menos,
es cortés:
no se deja ver.
El presente
es más reciente:
hace ruido,
pero no es consciente de sí mismo.
El futuro
se hunde en el agua, como una
piedra, solo y duro.
La rima, escribió Elizabeth en su diario por la misma época, es mística
. Esos poemas, como quizá todos sus poemas, eran conjuros contra la soledad de la que a menudo hablaban.
Cuando no estaba pensando en su madre aquella última primavera en Vassar, pensaba en Margaret Miller, esbelta, de pelo negro, sobria, todo lo que la intrépida Elizabeth, que todavía era una niña despeinada, a pesar de sus elegantes trajes a medida y sus pendientes de perlas, no era. Margaret, estudiante becada, tenía una madre a la que estaba muy unida y con la que compartiría un modesto piso en Nueva York después de graduarse. No sólo el que Margaret evitase las escasas muestras de afecto físico de Elizabeth durante el año que habían pasado juntas como compañeras de habitación en Vassar le decía que un romance no funcionaría. Las emociones de Margaret eran incluso más cohibidas que las de Elizabeth: Margaret nunca rompía a llorar, nunca bebía hasta caer en la inconsciencia, aunque solía ser paciente con Elizabeth cuando ella sí lo hacía, se sentaba a su lado en el suelo y le acariciaba la cabeza cuando lloraba a gritos por mi madre
, la única manera en que Elizabeth podía expresar con seguridad en presencia de Margaret el temor que sentía ante su inminente separación.
Elizabeth salía con Bob Seaver para intentar distraerse. Él se había enamorado de ella poco después de conocerla, el verano anterior a su ingreso en Vassar. Bob era un amigo mayor de una chica del círculo de Elizabeth en el colegio Walnut Hill. Ya se había graduado en Hamilton College y estudiaba un máster en empresariales en Harvard. Al haber sobrevivido a la polio en los primeros años de la adolescencia, Bob caminaba con muletas y se valía de su ingenio y de un amplio conocimiento literario para seducir a las mujeres; rara vez le faltaba compañía femenina. Es posible que las limitaciones físicas de Bob transmitieran seguridad a Elizabeth; es posible que Bob intuyera que la extrema timidez de Elizabeth la hacía aceptar mejor a un hombre poco convencional. Hablaban con facilidad. Cuando Bob dejó Harvard para trabajar como profesor en una escuela cercana a su ciudad natal, Pittsfield, Massachusetts, a 112 kilómetros al norte de Poughkeepsie, y más tarde para trabajar en un banco, nada impedía que Elizabeth se reuniera con él de vez en cuando para pasar un fin de semana a solas. Le regaló su insignia de la fraternidad. Durante el invierno del último año de Elizabeth en la universidad, pasaron una semana de Navidad maravillosa y romántica
en Nantucket, según contaría Elizabeth más tarde, y después de graduarse alquiló una cabaña durante la mayor parte del mes de julio en la tranquila isla de Cuttyhunk, al borde de la bahía de Buzzards, e invitó a Bob a pasar varios días con ella.
Fueron las últimas vacaciones que pasó con Bob. Era más feliz después de que él se marchara, cuando podía disfrutar del sentimiento isleño
de hacer esto y aquello, e improvisar y experimentar
. Más vivo era su recuerdo de la fiesta de fin de semana en la casa de verano de Louise Crane en Dalton, Massachusetts, justo antes de que Bob se reuniera con Elizabeth en Cuttyhunk: compartió habitación allí con Margaret Miller por la que parecía la última vez, sollozando y diciéndole finalmente lo mucho que echaría de menos vivir con ella. Esta vez, en la enorme casa de los Cranes, Margaret le hizo gestos a Elizabeth para que se callara.
Cuando Bob le pidió a Elizabeth que se casara con él, ella no pudo aceptar. Nunca se casaría con nadie, le dijo, esperando que el rechazo le doliera menos, y pensó que decía la verdad. Él se volvió contra ella, echándole cosas en cara. Bob adivinó, o de algún modo supo, aunque Elizabeth nunca le habló de su amor por Margaret ni por ninguna otra mujer, que él le gustaría más si fuera una chica
. Parecía tenerle manía
a los hombres.
La exactitud de la primera de sus acusaciones, que Elizabeth no se atrevería a admitir, hacía que no se sintiera cómoda con alguien que le importaba, aunque no de la forma que él quería. Le gustaba Bob –era uno de los pocos hombres que sí le gustaban– y no le tenía miedo. Pero se sentía atrapada, encadenada a la cama escuchando sus acusaciones en el hotel barato
al que habían ido esa noche para encontrar un futuro que finalmente los separó.
Un año después, Bob se pegó un tiro. Su nota de suicidio iba dirigida a la chica
que había rechazado su proposición de matrimonio. Se trataba de una postal que Elizabeth recibió mientras se alojaba en el hotel Chelsea, una de las varias residencias que adoptó en los años 30 y 40 en el Greenwich Village y sus alrededores. Prefería vivir cerca de Margaret en Nueva York a esconderse en Boston, como había planeado. La nota decía: Elizabeth, vete al infierno
. El mensaje la impresionó por la impotencia y la vergüenza que a menudo había sentido al imaginar el destino de su madre, pero no había nada de feliz
en la forma en que este romance fallido llegó a su fin.
Mary McCarthy le encontró a Elizabeth su primer apartamento, en el número 16 de la calle Charles: dos habitaciones pequeñas que Elizabeth pensaba llenar poco a poco con su escaso presupuesto, adquiriendo un mueble cada mes. Nadie, excepto Louise en su gran apartamento de la Quinta Avenida, donde su madre vivía en un extremo y Louise en el otro, con un salón para conciertos y fiestas en medio, tenía mucho espacio ni mobiliario adecuado. Mary, huérfana a los seis años y, al igual que Elizabeth, criada por un pariente tras otro, se había graduado en Vassar un año antes y se había casado rápidamente con Harold Jonsrud, un dramaturgo. Elizabeth recordaba una visita en la que durmió en una cama plegable en casa de Mary, mientras Mary y Harold compartían otra.