abía en mí una grieta recortada de una vieja postal familiar. Tanto entró en mi corazón su espina que iba conmigo a todas partes y sin la menor consideración sangraba señales de luz, delatando la fragilidad de mis muros, lo nada que sé del pasado, lo poco que supe de los temblores que descarapelaron la fachada y la recámara de mi casa. Ahora duermo en el comedor.
Acosado por la grieta tenaz emprendí hace años el retorno a los improbables, a los extinguidos lugares de origen, al mito dormido en mi frente que no había vuelto a sentir la señal de la cruz. De la catedral original más allá del Atlántico encontré las torres desnudas. Unos cuantos ancianos esperaban la lluvia amarilla de la muerte sin nadie a quien heredar, en una aldea en las montañas de Aragón, donde alguien soñó con cruzar el océano. Unos lo siguieron. Otros se quedaron a roturar cantando. Si no la espada, el silencio castigó sus esfuerzos olvidados.
Mis antepasados González de ultramar vinieron a engendrar madres y padres de futuros generales, cortar cabelleras, quemar aldeas. Atilas de la codicia, la paranoia y el santo temor, marchitaron a su paso la hierba. Sus hijos gobernaron a hierro y fuego con cristiano rigor. La grieta asaltó mi cordura y juro que me vi retando molinos de viento en La Mancha, pero ya sin rastros de rencor.
De la barraca en el desierto chichimeca donde los primeros González se ocultaron de los naturales antes de emboscarlos a traición quedan huesos de mis lejanos ante-choznos caxcanes y carne de ciervo blanco puesta a secar por los siglos.
Hasta que un día llamé al yesero. Tapó el grito en la grieta y el frío del invierno se apagó en mi liberado corazón, al cual puse en marcha hacia Tlaltenango, Zacatecas, donde a principios del siglo XVII, con gran escándalo, un tal Diego López se apareó con una indígena. El Lienzo de Tlaxcala registra el lugar como Tlaltenapa. Desde la temprana Guerra del Mixtón, en 1541, los rebeldes caxcanes fueron doblegados por el sanguinario virrey Antonio de Mendoza y sus aliados tlaxcaltecas, acolhuas y más, y se replegaron en el sur del actual Zacatecas.
Camino al norte, estampida de cabras. Qué ruta más rara. Llanos grandes, los de Apan. Lo que se dice grandes, surcados de surcos, canales, pozos, cercas, puentecillos superpuestos al rebozo verde opaco del magueyal y las nopaleras. Interrumpen los caminitos de las hormigas sepultando escamoles.
De lejos se deja venir la polvareda de una estampida, o mejor, una cabalgata épica en formación lineal y desdiciendo a medias el resplandor del sol de la tarde con largas nubes de tierra brillante.
Son las cabras a la carga balando, son el cuerpo entero de un cometa y su cauda, las domina el frenesí de los camellos llegando al wadi vivo, cumplen la huella cabrita y cabrona de Ehécatl, portador del viento.
Se acercan. Sedientas. Corre que ya llegan las cabras llevándose la tierra floja entre las patas.
Entre el fin y la nada. Largas horas al volante a través del desierto atroz propician pensamientos existenciales y sobre el fin de cada generación sucesiva. La descompostura de los órganos y sus partes anuncia la descomposición de la carne en su conjunto, un proceso tan estudiado como incomprendido contra el cual la perplejidad parece la más útil de las respuestas.
Profilaxis diversas, hábitos reconfortantes, ejercicios físicos, espirituales y ayurvédicos. Todo intento es bienvenido aunque quede siempre en grado de tentativa. Elíxires, sustancias, procedimientos eléctricos, químicos y quirúrgicos. Afeites, tintes, piezas de repuesto, trasplantes consumados. Terapias de sol, lodo, sal, leche de burra pálida, miel, aguacate, pepino, cola ajena y cola propia, cola loca para proteger los bordes.
Solemos vernos feos cuando fetos y cuando viejos, y sólo bonitos en el intermedio, cuando pasamos a darnos una manita de gato en lo que se reanuda la función. La piel es la ropa que más usamos, la desgastamos y zurcimos, la hidratamos como a las plantas, la lubricamos como a los sexos. Cauterizamos, extraemos, ocultamos, suturamos. Coleccionamos cicatrices, lunares, manchas y otros paños.
Practicamos ajustes con entusiasmo desbordado. Vendamos lo que no pudimos vender o acudimos a las prótesis como a cualquier aparato de segunda mano. Tanto tiempo desperdiciado a lo tonto en fingir o creer que hay remedio. Del tronco caído hacemos leña y la incineramos. O nos siembran y con suerte algo devolvemos de lo que el suelo trajo cuando nos trajo. Entre el fin y la nada cedemos espacio, ahuecamos el ala. El polvo, piadoso, cubre las huellas.
En Tlaltenango busqué el único hilo humilde de aquella casta engreída y letal, y me encontré con un rutinario culto oficial a los hermanos Sánchez Román, héroes en la guerra contra el Segundo Imperio. Ajá, por eso emparentaron con los generales de Teúl y Zacatecas a través de los López, pensé. De todos aquellos antepasados que primero mataron indios y luego españoles realistas, gringos y franceses (pero se les hizo tarde para seguirse contra los revolucionarios) no quería saber de momento.
Encontré vagos archivos parroquiales. Rastreé la tumba López más antigua. Me encontré con un basurero. Comprendí. La Sierra de Morones, lluviosa y serena, se rio de mí al regreso.