Editorial
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Trump: ¿baladronadas o programa?
A

l torrente de amenazas contra diversos países emitidas desde su campaña por el presidente electo estadunidense, Donald Trump, se sumaron ayer una más contra México, en el sentido de que desde el principio de su próximo mandato catalogará a los cárteles como organizaciones terroristas, y otra contra Panamá: que analizará retomar el control del Canal de Panamá por Washington, en respuesta a las tarifas injustas e imprudentes que representan, según él, una completa estafa a Estados Unidos.

El primero de estos amagos, aunque no sea nuevo ni en el discurso trumpiano ni en los comentarios de la clase política del país vecino, adquiere, en las declaraciones formuladas ayer por el magnate, un tono más acentuadamente ominoso al afirmar que la designación de terroristas a los grupos delictivos extranjeros –en el que es ineludible la inclusión de los que operan en México– ocurrirá inmediatamente, lo que según las leyes estadunidenses daría al Ejecutivo manga ancha para ordenar operaciones especiales en nuestro territorio, por más que semejante abuso resulte contrario a la legalidad internacional.

El segundo refleja a cabalidad el estilo atrabiliario y mendaz de Trump, quien además de quejarse de las cuotas de tránsito de la vía interoceánica, señaló una supuesta influencia de China en la administración del canal, una acusación sin más fundamento que el hecho de que la potencia asiática es el segundo usuario de esa conexión entre el Atlántico y el Pacífico.

Si se suman los anuncios de actos hostiles que el próximo gobernante estadunidense ha formulado en contra de decenas de naciones, incluidas muchas que son los aliados políticos más cercanos de Washington, como las de Europa occidental, además de sus principales socios comerciales –entre los que se cuentan México, Canadá y China–, resulta claro que Trump no podrá cumplir todas sus amenazas, so pena de arrasar la economía de su propio país y destruir los mecanismos de control y proyección de poder que le han permitido ser la única superpotencia en el escenario internacional desde el derrumbe de la Unión Soviética, hace ya más de 30 años.

En tales circunstancias, resulta obligado preguntarse hasta qué punto el discurso del próximo presidente refleja un proyecto programático para operar una redefinición radical de las reglas comerciales planetarias –modeladas en buena medida por el propio Estados Unidos– y del panorama geopolítico mundial, y si ese proyecto responde, más allá de los excesos y dislates del declarante, a un mínimo consenso en el grupo político y empresarial al que representa.

Responder a esta cuestión es fundamental para ponderar cuánto de lo proferido por Trump es mera expresión de un estilo peculiar de negociación –el que pone el chantaje y el amago bravucón por delante para obtener beneficios de la mera intimidación del interlocutor–, qué de lo anunciado es realizable sin causar un desbarajuste mayor a la economía estadunidense y al predominio de Washington en el mundo, y hasta dónde está dispuesta a llegar la coalición de fortunas y de corrientes políticas que impulsó al republicano a la Casa Blanca por segunda ocasión.

Este análisis no es, ciertamente, una tarea fácil, pero resulta indispensable para definir las medidas que cada país habrá de adoptar ante el arranque, el próximo 20 de enero, de una nueva administración estadunidense. Y es preciso establecerlo con realismo, con prudencia y sin caer en pánico.