a polémica en Francia es una tradición tan arraigada como la lengua misma. Se discuten asuntos nimios, como la mejor manera de preparar un café, con la misma pasión que puede ponerse en asuntos que conciernen los fundamentos mismos del Estado.
Muchos de los temas que desatan las polémicas son curiosamente los mismos cada año. Los nuevos sujetos de controversia tardan en instalarse como una seria posibilidad de división entre los franceses. Al parecer, una idea ya trillada ofrece más atractivos para volver a entablar un debate que una cuestión desconocida. Algo así como si una antigua amante, o un viejo amado, ofreciera más fascinación que un nuevo amor o el encuentro con un desconocido. Acaso los franceses y francesas tengan razón y más vale lo viejo por conocido que lo nuevo por conocer: quizá la acumulación de vivencias y, por tanto, de recuerdos comunes otorgan una cercanía del otro semejante a la proximidad de las viejas estrellas, cuyo magnetismo aumenta con su edad, apenas calculable en una infinidad de años luz.
Una polémica que tiene ya el suficiente buen tiempo para ser parte de la tradición francesa es la que se desata cada año, por causas diversas y en diferentes ocasiones, entre los partidarios de la educación laica y los de la religiosa. Esta división de puntos de vista o, más ampliamente, de formas sociales de conducta posee ramificaciones tan variadas como numerosas. Así, aunque la polémica va a enfrentar a los partidarios de una y otra causa, creyentes y no creyentes, es posible derivar en controversias que hacen cambiar de posición a los contrincantes, quienes pasan, cada uno por su lado, a defender lo que antes atacaban.
Este curioso fenómeno se da con el paso de los años: así, puede observarse el recorrido de una persona a lo largo de su vida, quien, anticonformista y antirreligiosa durante su juventud, avanzada la edad pasa a ser partidaria del establishment y convencida creyente religiosa.
Entre las discusiones sobre asuntos quizá de menor importancia, pero que desencadenan ruido y furor, es la que opone a partidarios y enemigos de la Navidad entre los franceses. El enfrentamiento puede ser suave, sin gritos ni insultos, acaso apenas un signo, una señal, nada que ofusque a los creyentes durante las fiestas y demás celebraciones del ritual navideño. Puede incluso adornarse con esferas y guirnaldas de foquitos un pino, pues no va a negarse el placer del árbol navideño a los niños que esperan la venida de Santa Claus, ignorados los tan próximos regalos de los Reyes Magos, mal o nulamente conocidos por los infantes franceses. Ni por qué luchar cuando la batalla está perdida de antemano y la gringofilia (perdón por el tristemente victorioso neologismo) se impone todos los días, paso a paso.
Pero existen también los conocidos bouffeurs de curés (devoradores de curas), cuyo rechazo de las fiestas religiosas, y sobre todo de la de Navidad, puede llegar a tomar dimensiones insensatas y, sobre todo, desproporcionadas cuando se trata de una celebración que sólo busca la unión entre los seres humanos sin por ello dejar de respetar las diferencias. Como también existen los fanáticos religiosos que quisieran ver a los no creyentes en la hoguera.
La polémica, pues, surge a fin de año en Francia entre quienes desean feliz Navidad
a cuanto conocido encuentran y quienes tratan de escapar a las fiestas navideñas cerrando sus puertas o yéndose de vacaciones. En estos momentos escucho en el radio la querella apasionada de auditores sobre la celebración de Navidad. Hay quienes reclaman la injusticia
de declarar día festivo la fecha del nacimiento de Jesús mientras no se considera festivo la de Mahoma, protesta a la que otros responden que se trata menos de una fiesta católica que de una tradición de la Historia y la cultura francesas. El año próximo será la misma polémica y cada quien podrá, si quiere, desear ¡feliz Navidad!, como yo deseo a todos y todas este año.