ras ser utilizada como almacén durante la Revolución Francesa, Napoleón Bonaparte devolvió a la catedral de Notre Dame su lustre a principios del siglo XIX. Allí fue donde hizo que lo coronaran emperador. Dos siglos después, el presidente Emmanuel Macron buscó el sábado pasado su coronación oficiosa en el mismo templo, aprovechando la reapertura tras las obras para reparar los estragos causados por el incendio de 2019. La búsqueda del paralelismo es tan burdo que resulta de mal gusto. Todo un sacrilegio, hablando de élites francesas.
Macron tenía todo de cara para satisfacer su pequeño complejo napoleónico. 700 millones de euros y 2 mil trabajadores han hecho posible que cumpliese la palabra dada y que Notre Dame abriese de nuevo sus puertas en cinco años. Una de sus pocas promesas cumplidas.
Pero la realidad tenía otros planes. Por ejemplo, recordarle que es el presidente de la minoría. Sólo 27.9 por ciento votó por él en la primera vuelta de las presidenciales de 2022. No le fue mejor en las legislativas de este año, cuando su partido apenas logró ser tercera fuerza en número de votos. Sólo 168 miembros de la Asamblea francesa, de un total de 577, son de su cuerda. Hay un abismo más profundo que el río Sena entre la percepción que Macron tiene de sí mismo y la que tienen sus conciudadanos.
Esta brecha se tradujo la semana pasada en el abrupto final del gobierno de Michel Barnier, quien dimitió tras perder el voto de confianza al que lo forzó el Nuevo Frente Popular, la amplia coalición de izquierdas que ganó las legislativas y cuenta con el grupo parlamentario más grande (182 representantes).
La estrategia de Macron para obviar la victoria (relativa) de la izquierda ha durado, por lo tanto, tres meses. Optó por proponer como primer ministro al conservador Barnier, dejando la gobernabilidad en manos de los 143 parlamentarios de la extrema derecha de Reagrupament National (RN), que dejó caer al gobierno tan pronto como consideró conveniente.
Macron, de esta manera, vuelve a la casilla de inicio, al cul-de-sac (callejón sin salida) en que él mismo se metió al adelantar las elecciones temerariamente. La estrategia, sin embargo, apenas ha cambiado. Ayer optó por el centrista –de trayectoria conservadora– François Bayrou para tratar de armar un gobierno capaz de llegar a julio, fecha hasta la que no se pueden convocar nuevas elecciones. La izquierda ya ha anunciado una nueva moción de censura, aunque está por verse qué hace el Partido Socialista, al que Macron intenta atraer. Mientras, la extrema derecha prefiere esperar. Si el gobierno de Bayrou echa a caminar, será, de nuevo, con la muleta del RN, algo que permite extraer dos lecciones. La primera es que el extremo centro representado por Macron comparte más agenda con la extrema derecha que con la izquierda, y que, llegado el caso, prefiere apoyarse en la primera. La segunda es que el presidente sigue pensando que puede instrumentalizar el RN de Marine Le Pen, cuando probablemente estemos ya en el escenario inverso.
Al margen de lo que acabe pasando con Bayrou, de fondo asoma una pregunta que no es francesa, sino global. ¿Qué hacer con la extrema derecha? ¿Cómo actuar cuando se convierte en una fuerza que altera mayorías y condiciona la gobernabilidad?
Sólo hay respuestas parciales, y muchas contestan a la pregunta inversa: ¿qué no hacer? Por ejemplo, es importante no seguir los pasos de Macron e ignorar unos resultados electorales que dejaron en manos de la izquierda la construcción del dique de contención contra el ascenso de Le Pen. También es importante no hacer como Pedro Sánchez a menudo y, a falta de medidas inteligentes, hacer al menos políticas inteligibles. La gente tiene que entender lo que haces. No puedes utilizar un día el espantajo de que viene la extrema derecha para mantener prietas las filas de la mayoría de la investidura y al día siguiente condecorar a Giorgia Meloni. El antifascismo casa mal con el ventajismo político y la frivolidad.
Impedir el avance progresista desoyendo a las urnas, o no actuar consecuentemente cuando se logra llegar al gobierno, deja a la extrema derecha como única alternativa contra el establishment, contra el que se dirige la ira en tiempos inciertos como los actuales. En contra de un criterio ideológico racional, es más fácil que un votante enfadado se debata entre votar al NFP o a Le Pen. La congresista estadunidense Alexandria Ocasio-Cortez acaba de descubrir sorprendida que muchos de sus votantes optaron por Trump en las presidenciales. No entender esto es una garantía de fracaso.
No serán las políticas de extremo centro las que frenen la ola reaccionaria que ellas mismas han provocado. Los consensos requeridos por el cordón democrático contra la extrema derecha no pueden convertirse en un embudo que obligue a todos a pasar por el aro neoliberal que nos ha traído hasta aquí. Más bien, les toca a personajes como Macron asumir la derrota de sus postulados y dar paso a políticas progresistas que actúen sobre la base del malestar que alimenta a la extrema derecha. No hay otra salida digna en este callejón.