n el catolicismo del pueblo mexicano, ningún culto tiene la fuerza y el arraigo que el de la Virgen de Guadalupe. Cada 12 de diciembre, millones de peregrinos visitan su basílica, en el Tepeyac. Días antes, multitudinarias procesiones llegan a la Ciudad de México para ver a la Virgen Morena, darle las gracias por favores recibidos y pedirle protección.
El culto a la Guadalupana se remonta a los primeros años de la Conquista y colonización española. En el cerro del Tepeyac los antiguos nahoas rendían culto a la diosa Tonantzin, que representaba a la madre tierra. Uno de los fenómenos más interesantes en la Conquista y colonización fue el sincretismo religioso. Los frailes franciscanos, al darse cuenta del culto a Tonantzin, construyeron en la década de 1520 una ermita dedicada a la Virgen María en el cerro del Tepeyac, buscando sustituir el culto a una diosa indígena a la que consideraban idolátrica. Los indígenas, obligados a profesar una nueva religión, aceptaron esa sustitución y mantuvieron sus creencias antiguas bajo el manto de la nueva liturgia católica.
El origen del culto guadalupano proviene de la leyenda que relata cinco milagrosas apariciones de la Virgen María al indígena Juan Diego hacia fines de 1531 y la impresión de su imagen en su tilma, quien se la llevó al obispo fray Juan de Zumárraga. El sucesor de Zumárraga, Juan Alonso de Montúfar, impulsó ese culto, así como los virreyes Antonio de Mendoza y Luis de Velasco. No obstante, ninguno de ellos habló de las apariciones.
La leyenda guadalupana proviene de la tradición oral indígena, sistematizada en el texto Nican mopohua, escrito en náhuatl por el erudito indígena Antonio Valeriano hacia mediados del siglo XVII. Este texto, de gran belleza literaria, relata así la primera aparición:
“Diez años después de tomada la Ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de 1531, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, natural de Cuautitlán… Era sábado, muy de madrugada... al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar… semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía.”
Entonces oyó una voz que lo llamaba por su nombre en lo alto del cerro. Subió y se encontró con una mujer:
“Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arcoíris… Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés. Ella le dijo: ‘Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?’ Él respondió: ‘Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes…’.
“Ella le habló y le descubrió su santa voluntad: ‘Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador, Señor del cielo y de la tierra. Deseo que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores’.”
En la quinta aparición, pidió a Juan Diego que llevara flores al obispo. Al entregarlas, apareció la imagen de la Virgen en su tilma, que sería la misma que hoy se encuentra en la Basílica.
La imagen, atribuida al indígena Marcos, es una Virgen Inmaculada. Su tez morena, ojos oscuros y algunos de los símbolos que la acompañan, combina elementos indígenas con españoles. Como todas las leyendas y mitos, lo importante no es su veracidad histórica, sino su importancia cultural, social, espiritual. Su culto pronto se arraigó entre la población indígena y en las familias mestizas y criollas.
La segunda generación franciscana vio ese culto con recelo. Fray Bernardino de Sahagún lo consideró una invención satánica, pero el episcopado lo apoyó, pues se hizo muy popular. Se le atribuían grandes milagros, como terminar con la epidemia de peste en 1554 y curar enfermos de todos los grupos étnicos. Además, el arzobispo fray Alonso de Montúfar hizo suyo el culto en el sermón que pronunció en la catedral el 6 de septiembre de 1556.
Los españoles, para diferenciarla de Santa María Tonantzin, le pusieron el nombre de Guadalupe, una de las advocaciones de María más importantes en Extremadura, España.
La Guadalupana fue venerada como una Virgen indígena, que escogió a uno de los suyos, Juan Diego, para mostrarse. Al mismo tiempo, fue adoptada por los criollos, pues eligió al territorio novohispano para mostrarse. Fue el símbolo de identidad más importante en la guerra de Independencia. Desde entonces, el culto a la Virgen Morena se consolidó como elemento central de la identidad religiosa mayoritaria de la nación mexicana, que perdura hasta hoy.
* Director general del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México