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Una indignación se cuece a fuego lento
F

ue José Luis Arrese, ministro franquista de vivienda, quien en 1959 resumió las bases del modelo de casas conocido en España hasta hace cuatro días: No queremos una España de proletarios, sino de propietarios. Desde entonces, rentar cosa de estudiantes y migrantes, gente pobre a la espera de acceder a la sacrosanta propiedad de una vivienda a través de un préstamo bancario. Pero esto está empezando a dejar de ser así. No socialmente, ni como aspiración, pero sí, cada vez más, en la práctica. El alquiler no se ha prestigiado, sigue siendo la alternativa de quienes no alcanzan a comprarse una vivienda, y sin embargo, cada vez más gente vive como inquilino en un lugar que no le pertenece.

Al menos en el mercado español hay un contrasentido infame. Las cuotas de un préstamo bancario ordinario son más bajas que lo que cuesta rentar un departamento; sin embargo, para acceder a un préstamo, es necesario adelantar entre 20 y 30 por ciento del valor de la vivienda. He ahí un círculo infernal: las personas que no pueden acceder a un préstamo para comprar una casa se ven obligadas a pagar más mensualmente por rentar un departamento, lo cual a su vez, les dificulta ahorrar algo para acceder a una propiedad.

El problema, por si alguien se aventura por aquí, no radica en la dificultad de tener acceso a una hipoteca. Las condiciones se endurecieron, con razón, tras la crisis de 2007, cuando la burbuja inmobiliaria estalló, miles de personas no pudieron pagar el préstamo y fueron desahuciadas. El problema, que nadie se engañe, es el precio de la vivienda, en general, y el del alquiler en particular, que no ha hecho más que subir y subir en la última década.

Tener una casa en propiedad no es un derecho, hay modelos perfectamente viables, y posiblemente más justos, basados en una vivienda pública de alquiler. Lo que es un derecho es tener un techo al que poder llamar hogar sin tener que empeñar en ello la mitad del salario y sin miedo a que te expulsen de un día para otro. En el caso español, está reconocido por la propia Constitución, que en su artículo 47 blinda, teóricamente, el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada.

Pero hace tiempo que el libre mercado colisiona frontalmente con la garantía de este derecho, y que el gobierno más progresista posible actualmente sea incapaz de dar respuesta, resulta descorazonador. El problema, en todo caso, es global, porque globales son los circuitos financieros que han encontrado en el sector de la vivienda un valor seguro en el que rentabilizar inversiones a costa de los inquilinos, pero la crisis adquiere características propias en cada lugar, y en España va camino de provocar una ola de indignación de derivadas inciertas. Las manifestaciones que en octubre tuvieron lugar en numerosas ciudades son un primer aviso. La que se celebró en Barcelona el 23 de noviembre fue un segundo toque de atención.

Un reciente estudio del Instituto de Investigación Urbana de Barcelona ha puesto cifras e ideas a esta crisis. Por un lado crece la gente que vive de alquiler: son ya mayoría entre los 16 y 29 años (53 por ciento) y casi un tercio (32 por ciento) entre los 30 y los 44. Los porcentajes son muchísimo más altos entre la población migrante, y la mayoría de quienes viven de alquiler no confían en heredar una vivienda, lo cual desmiente uno de los mitos con que se combate la crisis: la gente vive de alquiler hasta que hereda la casa de sus padres. Muchas veces no es así.

Del otro lado de esa gente que no puede comprar una vivienda, está la que puede comprar cada vez más. Casi seis de cada 10 compraventas se hacen con dinero al contado, sin necesidad de hipotecas, y 15 por ciento fueron realizadas por extranjeros no residentes. Entre 2008 y 2020, casi la mitad de las viviendas inscritas en el registro de la propiedad fueron de empresas con más de ocho inmuebles. La renta se ha convertido en uno de los principales vectores de desigualdad social, ya que no hace sino traspasar rentas de pobres a ricos.

La explicación fácil dice que hay un exceso de demanda y una falta de oferta, ante lo cual se propone construir más. Habrá lugares concretos en los que sea una necesidad, pero a estas alturas se debería haber aprendido que el ladrillo no es la solución en el sexto país con mayor número de viviendas por habitante de toda la OCDE.

En realidad, no hay que inventar nada. Hay países del norte de Europa y ciudades-modelo como Viena y Singapur que, sin cerrar la puerta a la iniciativa privada, enseñan cómo organizar el sector para blindar el derecho a una casa: un imponente parque público de viviendas para rentar y un tope razonable al beneficio máximo que un particular puede sacar a su propiedad, pero tampoco hace falta irse lejos. Bastaría con que el gobierno siguiera leyendo ese artículo 47 de la Constitución española: Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho (a la vivienda), regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.