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Soberanía
U

na de las grandes lecciones para la humanidad es que la soberanía nacional es un concepto obsoleto, dijo hace año y medio un politólogo de la Universidad de Georgetown en la UNAM. Hace apenas dos meses, la secretaria general del PRI dijo en la tribuna del Senado, porque también es senadora: La soberanía no es un valor absoluto, ni es un dogma religioso. En el siglo XXI, la soberanía tiene límites. Hace unos días, un ex legislador que fue sorprendido cobrando una pensión de adulto mayor contra la que había votado, auguró: Trump es la esperanza de México.

Todos estos ataques se han visto apocados por la manifestación de la soberanía popular en la conformación del Ejecutivo y el Congreso y, por tanto, en la fuerza que le permite a la presidenta Claudia Sheinbaum fijar los alcances de la soberanía nacional y de su Estado. Desde los que propusieron arrodillarse frente al que todavía ni es Presidente en funciones de EU por una amenaza de tarifas, hasta los que rogaron por una intervención militar a México, la oposición se topó con una de las características de la soberanía: que aparece como voluntad general, tanto cuando se legisla como cuando se defiende de un agente extranjero. ¿Cómo es que aparece?

Antes de contestar a esa pregunta, me permito recordar la célebre imagen de Rousseau sobre la voluntad general, que no es ni de una mayoría política ni es divisible en poderes. Se le conoce como la imagen de los charlatanes japoneses y dice: Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y en voluntad; en Poder Legislativo y Poder Ejecutivo; en derechos de impuesto, de justicia y de guerra; en administración interior y en poder de tratar con el extranjero; tan pronto confunden todas estas partes como las separan. Hacen del soberano un ser fantástico, formado de piezas relacionadas; es como si compusiesen el hombre de muchos cuerpos, de los cuales uno tuviese los ojos, otro los brazos, otro los pies, y nada más. Se dice que los charlatanes del Japón despedazan un niño a la vista de los espectadores, y después, lanzando al aire sus miembros uno después de otro, hacen que el niño vuelva a caer al suelo vivo y entero. Lo que Rousseau está explicando es que existe un poder real que fluye por el Estado, es decir, la soberanía cuando está ligada a una fuente legítima, el pueblo. No es, como quisieran sus críticos, sólo algo que se dice en las constituciones para que sean democráticas. Tampoco es sólo un asunto de fuerza. Es una reivindicación ante algo o alguien que la quiere reducir.

Lo que hemos visto en los primeros días del gobierno de Claudia Sheinbaum es justo la manifestación de la soberanía, que es una forma de poder –distinta a la autoridad, las leyes, o a la fuerza– que aparece cuando se trata de limitar poderes externos: frente a la privatización, al dogma del mercado, a las agencias autónomas, las minorías mediáticas, los páneles internacionales, las agencias extranjeras, el presidente electo de Estados Unidos. Es notable observar la restitución del Estado en tiempo real, después de un periodo en que se le desmontó, vituperó como obsoleto, y se dividió su soberanía como el cuerpo del niño japonés.

La soberanía es algo que se puede defender sólo cuando se tiene el consenso. Por eso tuvimos sexenios en que los presidentes fueron informantes oficiales de la CIA o, más adelante, tapetes sin voluntad. La soberanía no se puede ejercer cuando no se posee. Es la fuente de la autoridad política y moral. Sin confundirla con mera fuerza o con ley, la soberanía es un instrumento estratégico para unir lo que es con lo que debería de ser. Se le invoca cuando hay un peligro de que ocurra una reducción del poder del Estado o cuando otro agente, privado o extranjero, quiere aumentar ese poder a sus expensas. Es una estrategia para asignar poder.

La historia de la soberanía popular y nacional es la sustancia misma de la historia de México. La defensa ante las élites coloniales se convirtió en enfrentar las invasiones de Francia y Estados Unidos. La lucha contra la oligarquía porfirista devino en asentar los alcances que la autodeterminación popular tenía contra los que buscaron limitarlos, como las compañías petroleras.

Esa historia, la de los esfuerzos por darle contenido a la soberanía, no encarna una confusión conceptual o que hayamos estado hablando de algo que no existe o es obsoleto, sino que sus conflictos y desenlaces tienen una profundidad histórica que emerge en situaciones como las que vivimos, con toda la sensación de historicidad del presente, como un puente entre soberanía popular y nacional. Sin ser una teoría intangible o una sustancia que tiene tales o cuales rasgos, la soberanía está hecha de historia. Es material. Aparece. La podemos atestiguar en el cruce entre poderes legítimos e ilegítimos. No es nada más una retórica: su ejercicio requiere contar con el consenso popular y las emociones políticas que de él se derivan. Es la sensación de historicidad en el presente.

Al menos desde el Grito de Independencia de Hidalgo, la soberanía representa un principio de unidad que reúne la multiplicidad de poderes dentro del ámbito político, disipando la fragmentación de la autoridad al rastrear sus huellas hasta un punto de origen común. Ese punto es la irrupción popular. No es el mismo pueblo el de 1810 que el de 1857 o de 1910, pero es su capa geológica lo que hoy nombramos como soberanía.

Hoy es, qué duda cabe, el maremoto de votos y la participación que millones tenemos sobre este nuevo proceso de transformación. Es una unidad política, no sociológica. El pueblo no es la población. Pueblo es quien se define como tal en el conflicto contra las élites. En México, ese conflicto no es identitario, como en Europa y Estados Unidos, sino de clases sociales. Así se explica cómo los medios corporativos europeos y estadunidenses se admiraron con la carta de la presidenta Claudia Sheinbaum a Donald Trump: después de todo, la soberanía seguía existiendo en alguna parte del mundo, y el Estado no era un cachivache del siglo XX.