l miércoles 27, una coalición recién formada de grupos extremistas lanzó una ofensiva sorpresa en el norte de Siria, y ayer ya habían logrado ingresar a Alepo, la segunda mayor ciudad del país. Se trata de la primera acción de envergadura por parte de las facciones que buscan derrocar al presidente Bashar al Asad desde 2016, y rompe también la estabilidad de los frentes pactada en 2020 por Rusia, aliada del gobierno sirio, y Turquía, patrocinadora de algunas de las milicias involucradas en los ataques. El reinicio de los combates ha dejado más de dos centenares de muertos y obligado a huir a los habitantes de una de las urbes más castigadas por los salvajes enfrentamientos que tuvieron lugar entre 2011 y 2015.
Teherán, que junto a Moscú provee el mayor respaldo internacional a Damasco, denunció el resurgimiento de los grupos terroristas takfiris en Siria en los últimos días como parte de un complot tramado por Estados Unidos e Israel con el propósito de perturbar la seguridad y la estabilidad regional
Estas acusaciones encuentran sustento en la intensificación de los ataques aéreos israelíes dentro de territorio sirio, así como en las traicioneras violaciones por parte de Tel Aviv al acuerdo de cese al fuego acordado sólo horas antes con la milicia y movimiento político libanés Hezbollah. Coinciden también con las maniobras del presidente saliente Joe Biden para atizar conflictos en las semanas que le quedan como inquilino de la Casa Blanca.
Hasta el momento, ni Ankara, ni Washington, ni el régimen sionista de Benjamin Netanyahu han reivindicado la autoría de los ataques, pero la velocidad con que avanzaron tropas que llevaban al menos un lustro estacionadas, el grado de coordinación mostrado y la fuerza con que golpearon en las primeras horas al ejército, dejan pocas dudas acerca de la existencia de agentes externos en el repentino reavivamiento de las hostilidades. Sea quien sea el poder foráneo que apuesta por llevar el caos a Siria, queda claro su absoluto desprecio por las vidas civiles en un país que ya padece una de las mayores catástrofes humanitarias del planeta: desde que en 2011 Turquía, las petromonarquías árabes y Occidente decidieron convertir las legítimas protestas antigubernamentales del pueblo sirio en una carnicería sin fin armando y financiando a grupos terroristas –incluidos algunos a los que oficialmente combaten, como Al-Qaeda–, alrededor de medio millón de personas han perdido la vida, seis millones han sido víctimas de desplazamiento forzoso (en no pocos casos, varias veces) y otros seis millones han tenido que abandonar el país. La insensibilidad ante el sufrimiento humano se torna en franco sadismo si se considera que los mismos políticos que azuzan la guerra cierran las puertas a los exiliados.
De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, siete de cada 10 habitantes de Siria necesitan protección y asistencia humanitaria, y millones de migrantes continúan hacinados en campos de refugiados donde sus expectativas de futuro palidecen cada día. Los sirios, como los palestinos a los que Israel sigue masacrando de manera inmisericorde con la complicidad criminal de Washington y Bruselas, ya no pueden soportar más dolor y pérdidas humanas, por lo que todos los actores involucrados deben cesar los combates y hallar una salida negociada a sus diferencias. En esta senda es imprescindible el acompañamiento de una comunidad internacional comprometida con la paz, no con rivalidades geopolíticas e intereses inconfesables.