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Donde vive la música
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Die Musik, obra de Gustav Klimt.Foto Wikicommons
 
Periódico La Jornada
Sábado 30 de noviembre de 2024, p. a12

¿Dónde vive la música?

La música no habita solamente en los instrumentos musicales ni en los discos ni en las salas de conciertos. Vive en el aire, el viento, el agua, el fuego. Y en lo más insospechado.

En el vuelo de las hojas cuando caen del árbol. Emiten un silbido tan atronador como el movimiento lento del brazo izquierdo de Anna Pavlova en el instante más callado de un ballet.

Ya en el suelo, secas, se convierten en volcanes en erupción bajo cada pisada. Quienes arrastran los pies forman olas amarillas con las hojas otra vez al viento, pero ahora el silbido es diferente: una antorcha que viaja en vuelo y no se apaga, cometa vegetal en tierra que dialoga con los que titilan en el cosmos infinito.

Considerar ruido los sonidos de la calle (motores de autos, motocicletas, cláxones, pitidos de agentes viales) es tanto como perder el ritmo del entorno.

Por ejemplo, las pisadas. Cada persona camina diferente. El indígena acostumbrado a pisar la tierra, resulta calcinado por el pavimento. Una anciana erguida parece dejar un surco donde pisa. Una niña camina a saltitos. Una multitud forma un estruendo casi subterráneo cuando camina. Los pasos femeninos. Los pies de ella descalza.

El roce del dedo índice sobre las líneas de un libro.

El zumbido del colibrí. Relámpagos sin fin. El colibrí́ siempre está contento.

El sonido de las semillas al caer al piso: un costal de maíz. Lentejas sobre el plato vacío, ahora sobre el plato con agua, ahora el zumbido del chorro de lentejas en su tránsito en caída libre. El arroz vertido sobre aceite de oliva en el sartén sobre el fuego.

El momento exacto en el que la cafetera de metal comienza a silbar; el instante en que el agua sube al compartimento donde podemos levantar la tapa y ver como emerge del tubo central magma vaporoso: los sentidos se activan todos de inmediato: olfato, oído, gusto, tacto. La puesta en vida de los versos de Saint-John Perse: C’est alors que l’odeur du café́ / remonte les escaliers.

Todo sonido tiene una historia.

Música: el sonido apenas perceptible de la magdalena al sumergirla en el té. El zambullirse de un cuerpo al entrar, salto salido del dibujo inscrito en un ánfora de la antigua Grecia: una mujer en salto y caída vertical en la corteza de agua de una alberca.

Música: la palabra no dicha. La dicha de la palabra.

El sonido exquisito del beso que envía una dama al soplar, los labios toman la forma de un corazón, sobre la palma de su mano en dirección nuestra.

El roce de la última prenda en el instante previo al amor.

El mar. ¡Ah, el mar! Sinfonías completas.

La brisa del mar. Los pleamares, bajamares. La música que podemos compartir con el mar, por ejemplo: caminar sus orillas: levantar el agua con el empeine, con la planta, con los dedos, con las uñas, con el talón, con la punta, con las pantorrillas. Tibias sonoridades.

Y encima de nosotros se une el basso continuo de las gaviotas, los pelícanos, los albatros. Y llegan más músicos para aumentar la orquesta: tortugas, cangrejos, una rama que arribó de algún lugar lejano, un tronco retozando en el ir y venir del oleaje. En la sección de percusiones: las conchas marinas, su cascabeleo rimado por el ritmo de las olas cuando se visten de espuma.

En el ronroneo de un gato. Misterio. Magia que se espejea en el canto del zenzontle.

La música, contrario a lo que dicta la Academia, no tiene tiempo. No es el arte del tiempo ni sucede en el tiempo porque existe antes de la invención del concepto tiempo.

¿Como suena el tiempo? Mejor: ¿cómo se escucha el transcurso del tiempo? Misterioso en el silbo del viento, estremecedor en el fuego, danzantes sus flamas, cristalino cuando el río se disfraza de rocas submarinas, cauce, hierba: se hace transparente y parece que no hay río, tan sólo ese surco donde ocupa en algún momento –en este preciso momento– su lugar un río. Suena en la carcajada de un bebé. En el ladrido de un perro. El aleteo de una abeja. En el abrazo de dos que se quieren bajo la iluminación repentina de un relámpago al cobijo del manto nocturno. Suena en las estrellas que titilan.

La música del sueño más profundo nos acompaña cuando llueve y las líneas de agua hacen ballet sobre el tejado, rebotan contra el cristal de las ventanas, reptan en forma de figuras femeninas sobre el piso. Encima de esa sonata se alza el rugido del trueno. ¿Cómo suena la música de las esferas?

De la misma manera como suena el aleteo de un ángel. (Piensa en un ángel. Observa cómo asciende. Percibe el sonido de su manera de aletear.)

De la misma manera como tintinea una gota y luego otra y luego otra desde un grifo que se quedó́ entreabierto.

De la misma manera como suena nuestra respiración cuando nos sentamos a meditar.

Aspiramos, entra el aire, soltamos el aire, uno, aspiramos, soltamos, dos, aspiramos, soltamos, tres, y cuando llegamos al número diez recomenzamos: aspiramos, entra el aire, uno, soltamos, aspiramos dos, soltamos, aspiramos tres...

La música de los brazos cuando rodean un cuerpo para abrazarlo. Abrasarlo. La música que hacen los pies cuando bailamos. La música de una caricia: la mano rozó la mejilla e hizo nacer una sonrisa.

El silbido de la tetera cuando está listo el contenido.

El zurear de las palomas.

Cuando nadamos: se escuchan gritos de niños a lo lejos; cerca, los brazos chocan contra el agua acompasados en contrapunto del golpe sobre la superficie cuando el empeine izquierdo se sumerge para dar paso al otro empeine.

Nos sumergimos: entrechocan las burbujas submarinas que nacen de los labios. Corremos. El roce del pantalón deportivo. El aire suena fuerte al salir, leve al entrar por la nariz.

La nada. ¿A qué suena la nada?

A latidos. Cada corazón suena diferente. Se escucha diferente. Hay quienes escuchan un zumbido: es la nada, que se convierte en el sonido de su respiración. Y entonces, la nada ya no es nada.

El clamoroso aletear de una mariposa. El zumbido de la abeja.

El canto del mirlo primavera.

El suave golpeteo de las líneas de agua que bajan de la regadera hacia toda la epidermis, los surcos que forman en las distintas partes del cuerpo, su sonido inconfundible sobre el piso. Agua sobre agua. La música del agua cuando estamos bajo la regadera resulta igual de evocadora cuando la escuchamos desde la recámara. Ella se baña.

El clamor vaporoso de las sábanas cuando nos disponemos al sueño, cuando salimos de entre ellas de mañana, cuando el movimiento nocturno se hace ensueño.

El craqueo de la cáscara de cacahuate al romperla con los dedos, el estruendo cuando llega entre los dientes y las muelas su sabor.

Los gritos, risas, el jolgorio de los niños del colegio a media cuadra, justo a la hora del recreo.

El aullido del silbato de un tren en medio de la noche oscura.

El sonido del gis sobre el pizarrón en el silencio del salón de clases.

El silbato a lo lejos, en las calles desiertas, del carrito relleno de leña, fuego, camotes, plátanos, interminables silbidos de ballenas diminutas, perdidas en los mares de cemento.

Los gritos del pregonero. Las escalas cromáticas de la flauta-quena de plástico del afilador de tijeras y cuchillos ambulante.

Las sinfonías que suenan en los mercados: los gritos de los vendedores, pásele pásele güerita quévallevar, el ritmo del exprimidor de naranjas y la licuadora en el puesto de jugos y licuados, el tlacoyo crepitando sobre el comal, el tris tras de las tijeras enormes con las que destazan los pollos, el carnicero que aplana los bisteces con un fierro sobre un tronco pintado de blanco.

Los timbres de las bicicletas en la calle. El zumbido de los rehiletes que lleva un vendedor ambulante en el remolque cuadrado de una bicicleta. La música de la flor diente de león cuando soplamos sobre ella y se escucha el estrépito de sus fragmentos volátiles en dispersión. La música de un beso tronado. El sonido del lápiz sobre el papel. Su ritmo de prosa, sus largos silencios cuando es un poema el que construye. Los pasos en la escalera. Bajan. Suben. Se pierden. Se encuentran.

El tañer de campanas.

Piensa, lector, en los sonidos de tu niñez que te hicieron la persona feliz que hoy eres. Piensa, lector, en los sonidos que te proporcionan paz.

No pienses, lector, detente y escucha. Percibe. Disfruta. Aquí́, ahora. Detén, escucha todo lo que suena alrededor. Ahí́ es donde vive la música.

X: @PabloEspinosaB

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