rump es el síntoma, la desafección hacia la democracia es el síndrome. Todas las encuestas y estadísticas recientes sobre actitudes políticas, preferencias culturales y sesgos sociales coinciden en que la democracia liberal goza de escaso aprecio, medido en popularidad de sus instituciones: Ejecutivo, parlamento, Poder Judicial, partidos. Más grave aún, crecen los porcentajes ciudadanos que, confrontados con dilemas como la inseguridad, la violencia, la migración o la impugnación de valores tradicionales como la familia, la masculinidad o el nacionalismo; se deslizan nítidamente hacia el campo de favorecer la ruptura del orden constitucional e incluso, una franja significativa, encuentra aceptable recurrir a gobiernos autoritarios para confrontar esos retos.
Libertinos y libertarios forman el núcleo dirigente del trumpismo 2.0, creer ingenuamente que se puede domar a ese esperpento enloquecido ha sido refutado por la realidad. No sé qué sea peor: la maldad congénita del protagonista, o la ingenuidad piadosa de quienes creen que pueden torearlo. Para enfrentarlo y resistirlo en cambio, se requiere entender. Dicho de otra manera, ¿cómo es que un delincuente logra seducir a la mitad de un pueblo, –poco ilustrado quizás pero así son los pueblos del mundo, hay que ver las estadísticas escolares–, pero acostumbrado a ejercicios democráticos aunque hayan sido imperfectos?
La estrategia político electoral. El voto duro del trumpismo según los datos más confiables oscilaba entre 47 y 48 por ciento de los votantes. Debían mantener esa gran base electoral y perdigar entre 3 a 5 puntos en distintos segmentos de otros electores, para ganar el voto nacional y el colegio electoral. Desde que anuncio que competiría en 2024, hasta varias semanas después del único debate con Kamala Harris, ese porcentaje se mantuvo sin variación. Lo mismo con Harris: una vez que logró elevar la prefencias demócratas del abismo a donde se desplomaron con Biden, se mantuvo establea lo largo de sus 100 días decampaña.
Jóvenes varones. Los estrategas trumpistas entendieron bien que la misoginia que caracteriza a buena parte de la población americana cruza todas las etnicidades y edades. El signo contemporáneo, evidente en las elecciones europeas del año pasado, es una misoginia rabiosa en segmentos de varones enfrentados al cambio decisivo de las últimas décadas: el creciente protagonismo de las mujeres. Para quienes quieren tener una breve olfateada de estos chicos les recomiendo al cantautor Oliver Anthony y el casi himno de estos chavos, Rich Men North of Richmond. Sobre todo escuchen la letra.
Los latinos. Para efectos prácticos hay dos grandes segmentos. Los migrantes de países comunistas: americanos de origen cubano, nicas, venezolanos. Y mesoamericanos, sobre todo mexicanos y salvadoreños. Aunque avecindados en muchas entidades, los cubanos predominan en Florida y los mexicanos en Texas, California, e Illinois. Para lo primeros todo lo que huela a anticomunismo los atrapa. A los segundos todo lo que ataque valores tradicionales como familia y religión los afecta. Mientras había progreso económico y pocos mensajes culturales ligados a la diversidad, se mantuvieron demócratas. Hasta que lo primero naufragó en su experiencia y, lo segundo adquirió relevancia. Matizo inmediatamente, relevancia en la brutal campaña trumpista. Tomar como punto focal a la población absolutamente minoritaria de los trans, volteó totalmente las preferencias electorales de una población con valores anclados en las familias tradicionales. Tanto el espot publicitario del trumpismo sobre ellos/ellas, como la fábula de que los migrantes haitanos se comen a los cachorros de los americanos pueden mover a risa en algunos círculos. Los latinos los tomaron muy en serio.
En mi siguiente entrega exploro por qué perdieron los demócratas. Una frase de Brecht sugiere la respuesta: perdieron no por buenos sino por débiles.