abía una vez…” “Hace mucho tiempo…” “En un lejano país…” Tales son algunas de las frases más conocidas, de tanto ser escuchadas o ser leídas por el oyente hechizado o el lector en trance hipnótico. Ábrete, sésamo
, palabras mágicas pronunciadas por el ladrón que todos encarnamos, al menos una vez en la vida, cuando nuestros más tentadores deseos se presentan al alcance de nuestras ávidas y anhelantes manos si sabemos articular la fórmula del hechizo.
Frases universales cuando del lugar se trata, pues no hay territorio que les escape por escondido que esté o apenas visible que sea. Frases fuera del conteo de manecillas, sean minuteros o segunderos: ¿quién pretende medir los días o sus horas, vivir para contar los siglos y las eras… cuando ni siquiera sabemos si el tiempo pasa o somos nosotros quienes pasamos?
James Joyce utilizó una de estas frases para iniciar su novela de adolescencia (Retrato de un artista adolescente). Se leen sus dudas, se ven sus temores de equivocarse. Hace y deshace el texto. Por su parte, Marcel Proust escribe 16 o 17 principios de este monumental libro. Terminará por escoger: Longtemps, una palabra que necesita tres términos para traducirse al español: Durante mucho tiempo
, podría suponerse, En busca del tiempo perdido, pasó del “Hace mucho tiempo…” a frases de niño antes de dormir, llamados a la madre.
Alfonso Millán, uno de mis más jocosos amigos, a quien no escapaba ningún ridículo, así fuera el de su bienamada, ni para qué hablar de él mismo, siquiatra y sicoanalista para colmo de tropiezos semánticos y defensa de la p
de psicoanálisis
. Alfonso, pues, quien por desgracia ya murió y no puede aclarar lo que sucedió a su regreso de París a México, y antes de prepararse a morir leyendo las cartas que su tan adorada Elena decidió enviarle… desde su tumba.
Millán mismo me narró los hechos con un dejo de sarcasmo despiadado: el retorno, el año de tranquilidad que gozó sin recordarla. Llegó incluso a creer que su amor por ella estaba terminado. De pronto, comenzó a creer verla de lejos, en un abrir y cerrar de ojos, en lo alto de un campanario, metiéndose a un confesionario en la parte destinada al confesor. Se sintió espiado, perseguido, casi acorralado. Trató de huir y esconderse. Se fue al aeropuerto y compró un boleto en la ventanilla donde la empleada estaba a punto de cerrar. Fue inútil: ya en el interior del jet, una asistente de vuelo le indicó su asiento, al lado de una mujer instalada junto a la ventanilla. Tuvo tiempo de suspirar al comprender que era Elena. Bajaron del avión en Montreal, fin del vuelo. Decidieron pasar una semana en Canadá, una semana no iba a cambiar su destino. Y con su reaparición, volvieron los caprichos. Las huidas de casa, las desapariciones, los adioses para siempre y las promesas de nunca jamás a cada una de sus vueltas. Pero, después de una de sus ausencias, se esfumó de su lado en plena Semana Santa y no hubo regreso. Quién sabe cómo, las cosas eran confusas. Supo que Elena había muerto, porque alguien se lo dijo y él lo creyó. Así de simple es la muerte: unas cuantas palabras. Alfonso tuvo que rendirse ante la evidencia de su tumba… que terminó por visitar y que hubiera abierto si no lo detienen los amigos que lo acompañaban. Pasaron seis, 10 meses. No estaba seguro. Pero empezó a recibir cartas de Elena. Ella explicaba la leucemia, las transfusiones de sangre, los hospitales que la obligaban a desaparecer. No quería lástima de nadie. Las cartas de Elena siguieron llegando. Alfonso trató de verla, de hablar con ella. La buscó hasta en la casa de sus viejos padres… que lo mandaron al diablo. Quién peor que el demonio para acompañarlo a buscar muertas. Pero ahí estaban las cartas, los timbres del correo sellados con las fechas de la semana.
No lo vas a creer, concluyó Alfonso con su sonrisa a medias socarrona, a medias con ese dejo de melancolía que ya no lo dejó nunca. Alfonso se despidió de mí diciéndome: “Había una vez, hace mucho tiempo, en un lejano país, un apuesto y nostálgico príncipe que buscaba a una princesa con zapatillas de cristal para casarse…”