Cultura
Ver día anteriorSábado 16 de noviembre de 2024Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Bienvenida, Beatrix
V

aya un doble agradecimiento al argentino Alberto Ginastera (1916-1983), probablemente el mayor compositor en la historia de América Latina.

El primero tiene que ver con las tres fases de su trayecto creativo. Primero, Ginastera escribió música con un rico sabor nacional, expresado a través de una serie de obras en las que se percibe claramente y de manera objetiva lo pampeano y lo gauchesco. Después, dejó atrás las referencias regionales y locales para escribir en un lenguaje en que el espíritu de su tierra y su cultura adquirieron un perfil más estilizado y subjetivo, sin perder su identidad. Finalmente, puso todo ello a buen resguardo en el cajón de su experiencia acumulada y se lanzó (con singular éxito artístico) a componer música del todo abstracta, sintonizada con las expresiones y estilos más nuevos de su tiempo, ya sin referencias argentinas específicas. Así, Ginastera trazó un camino ejemplar que fue seguido por algunos otros compositores de Latinoamérica, y si bien ninguno de ellos llegó a su altura, algunos lograron dejar huella importante gracias a su trabajo pionero.

El segundo agradecimiento está relacionado con su breve, pero contundente catálogo de óperas. Sólo escribió tres: Don Rodrigo (1964), Bomarzo (1967) y Beatrix Cenci (1971), y en todas ellas tuvo la lucidez de apartarse de los argumentos banales centrados en las atribuladas y lacrimógenas bordadoras, geishas, cortesanas, princesas y sacerdotisas que pueblan el grueso del repertorio tradicional.

Los argumentos de las tres están sustentados en oscuras pulsiones y violentas pasiones, lo que las convierte de inmediato en piezas de teatro particularmente atractivas por su descarnada exploración de las simas de la condición humana.

Dicho lo cual: he aquí que, en un gesto insólito y bienvenido, la Ópera de Bellas Artes puso en escena recientemente la última de las óperas de Ginastera, en estreno nacional. Importa menos saber qué motivó la programación de esa potente ópera que es Beatrix Cenci, que señalar el hecho de que más allá de los resultados artísticos se trató de un acierto indudable.

Si bien esta puesta en escena (a cargo de Marta Eguilior) tuvo unos cuantos momentos de buen teatro, en general pecó de inconsistencia y de falta de orientación estética unitaria. La presencia deambulatoria de una mujer desnuda (presumiblemente, alter ego o doppelgänger de Beatrix Cenci) que deviene diyéi para atronar el espacio escénico con un lamentable punchis-punchis acompañado de luces estroboscópicas y la indispensable cuota de tubos de neón resulta un distractor que trivializa y desdramatiza la ruda historia que cuenta la ópera, abundante en asesinatos, violaciones, incestos, parricidios, ejecuciones y otras violencias. Además, ese y otros variados desnudos ya no impresionan, ni escandalizan, ni provocan, ni nada; es déjà vu en todo su esplendor. Y, seguramente, hay mejores maneras de aludir a lo fúnebre del argumento que desatar una procesión de no-muertos luciendo sus costurones de autopsia.

Lo más redundante de todo, una alusión iconográfica más (¡por enésima vez!) a Frida Kahlo, cuyo dudoso valor como sufrido emblema del pintoresquismo turístico ya está más que agotado. ¿No hay en la cultura de México otra imagen significativa de referencia? Suelo discrepar seriamente de los puristas que insisten en exigir que las óperas sean representadas como hace 100 o 200 años, con fidelidad pétrea a las convenciones de tiempo y espacio. Pero discrepo con enjundia similar de la manía de adaptar y modernizar a ultranza y con calzador cualquier cosa.

En el reparto, una combinación no del todo equilibrada de voces jóvenes del Estudio de Ópera de Bellas Artes con cantantes más maduros y experimentados, destacadamente Genaro Sulvarán y Rosa Muñoz. Lo sobresaliente de la parte musical de esta Beatrix Cenci: el trabajo concertador de la joven directora española Julia Cruz, quien logró dominar en buena medida una partitura compleja, demandante y a la vez fascinante, logrando momentos marcados por una rara combinación de potencia y expresividad. En suma, una puesta en escena de la perturbadora Beatrix Cenci con altibajos, que pudo ser más coherente en su materia teatral, pero meritoria por algunos logros puntuales y por el simple hecho de haberse llevado a cabo. Y… Bomarzo, ¿para cuándo?