Opinión
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Las torres de Satélite, arquitectura emocional
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oda torre es la torre de Babel: un alzarse al cielo para alcanzar la estancia de los dioses. Pero aquí o allá, las torres se han convertido en señas de identidad en todo el mundo: de París a Pisa, de Dubái a la Ciudad de México. Son la geografía humana que nos distingue.

En marzo de 1958 se inauguraron las torres de Satélite. No fueron tan altas como las imaginó su creador, Mathias Goeritz, ni llegaron a ser siete como había planeado. Por lo demás, la plaza desde donde se yerguen resultó más pequeña de lo previsto, sin los cuerpos de agua considerados y el color de una de ellas cambió por completo. Pese a todo ello, las torres de Satélite se han convertido en un símbolo entrañable del paisaje mexicano.

Dice Fernando González Gortázar que debemos considerarlas una concepción maestra, una completa novedad, una propuesta que cambió el modo de entender el arte para la nueva dimensión urbana y en la era del automóvil. Para él, las torres de Satélite marcaron un antes y un después en el arte hecho para la ciudad.

Si el 21 de noviembre de 2012 fueron declaradas monumento artístico nacional; hoy, un grupo de vecinos de Naucalpan busca que la Organización de Naciones Unidas, para la Educación, la Ciencia y la Cultura las declare patrimonio artístico de la humanidad.

Para Mathias Goeritz fueron pintura, escultura, arquitectura emocional con sus texturas de estrías y su volumen triangular. Para él, sólo recibiendo de la arquitectura emociones, el hombre puede volver a considerarla una obra de arte. Creía, como Le Corbusier, que la construcción tiene por misión emocionar: la emoción arquitectónica se produce cuando la obra suena en nosotros el diapasón de un universo, cuando la obra nos capta.

A Goeritz le hubiera gustado colocar pequeñas flautas y silbatos en sus esquinas para que interactuaran con el viento y quienes pasearan cerca de ellas escucharan su extraño canto, pero los promotores financieros desecharon la idea.

En 1958 el conjunto escultórico ya se había construido como lo conocemos. Estaban las cinco torres, no las siete, proyectadas por falta de presupuesto y, por ese mismo inconveniente, ninguna alcanzó los 200 metros considerados por Goeritz para una de ellas. La más alta sólo se levanta 52 metros y la más pequeña 37.

A más de medio siglo, las torres han enfrentado retos significativos, como el puente peatonal construido en 1974 y la calamidad que la ciudadanía logró conjurar: la construcción del segundo piso Bicentenario de 22 kilómetros que pasaría por sus lados. Lo que no se logró controlar fue el paisaje trasformado por una descontrolada urbanización y los cielos cada vez más contaminados.

Pese a ello, Goeritz siempre prefirió la calle en lugar del museo para compartir sus obras. En la calle, decía, la obra llega a tener una vida completamente independiente, va cambiando, enriqueciéndose, modificándose.

Aunque le gusta que sus obras produzcan emociones, sabe que las cosas pasan, se olvidan, y muchas veces las que permanecen y recordamos no son las más representativas ni las mejores de una época.

De cualquier manera las torres han sobrevivido. Este monumento, aseguraba González Gortázar, es una pieza imprescindible de nuestro proceso cultural, una seña de identidad visual para sectores muy amplios de la metrópoli, un punto de referencia, un emblema.