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Kafka contra Kafka
F

ranz Kafka publicó su primer libro de relatos Consideración, en 1913 a la edad de 29 años; en 1915, apareció el célebre cuento La metamorfosis; y en 1919, las 14 historias lacónicas que integran el mundo inquietante de Un médico rural. Según las noticias de sus Diarios, empezó a escribir de joven a los 15 años, aunque nada le parecía digno de ser entregado al público. En realidad, habrían bastado esos tres breves textos iniciales y ese escueto lapso de vida, compilados en seis años y un par de cientos de páginas, para lograr lo que finalmente sucedió: cambiar para siempre la literatura del siglo XX o, si se quiere, la literatura en general. Su ceñida economía escritural, al igual que la de Juan Rulfo, reafirman la máxima que define la originalidad de toda escritura: lo que importa es la justa proporción entre el signo y la signatura. Una pesadilla como las 14 que componen a Un médico rural no puede durar más de una veintena de cuartillas. Una historia tan prodigiosa como la que consigna Lolita, de Nabokov, requiere cientos de ellas.

Kafka escribió más. Tres novelas inacabadas, otros cuentos, una colección aleatoria de meditaciones, cartas y sus diarios. La tuberculosis pudo más que el meticuloso cuidado de su escritura. No alcanzó –o no se aventuró– a publicar ningún otro texto. Murió en Viena en 1924 a la edad de 40 años. Antes, pidió a su amigo y confidente Max Brod que quemara sus manuscritos. Brod desoyó la súplica de su amigo y publicó varios de ellos. Desde entonces el argumento es famoso: Brod habría acatado la voluntad íntima, no declarada, del muerto. Kafka podría haber destruido él mismo sus escritos. Dejó que otros lo hicieran por escrúpulos que desconocemos, no para que complacieran su último deseo.

Jorge Luis Borges, del cual siempre se espera una teoría inédita, sugiere otra hipótesis: Kafka hubiera deseado escribir una obra venturosa y serena, no la uniforme serie de pesadillas que su sinceridad le dictó. En otras palabras: al verse en el espejo de sus propios textos, sentía que era otro distinto, acaso un desconocido que lo inquietaba o hasta lo intimidaba. Sin saber exactamente por qué, temía por la integridad de la relación entre su obra y la imagen de sí. Al menos es lo que escribe en sus Diarios:

“Este miedo (a la escritura) es justificado, porque sólo habría que fijar definitivamente la conciencia de uno mismo mediante la literatura, cuando esto pudiera hacerse con la mayor integridad hasta las últimas consecuencias accesorias, así como con entera veracidad. Porque de no ocurrir así –y de todos modos no soy capaz de ello–, lo escrito sustituye entonces, por propio deseo y con la prepotencia de lo fijado, a lo que se siente de un modo general y lo hace únicamente de manera que el auténtico sentimiento desaparece, y uno reconoce demasiado tarde la futilidad de lo anotado.”

En sus anotaciones sobre la novela El proceso, Milan Kundera acaso encuentra a ese otro Kafka oculto en sí mismo en el desasosiego de los avatares de Joseph K., el infortunado héroe del relato. Acechado por una insensata sospecha, K. nunca logra descubrir de qué se le acusa, ni quién lo acusa. Jamás llega a enfrentar a quien dio la orden de que se presente ante el juzgado; éste, que actúa en lo invisible, sin previo juicio, termina por hacerlo matar.

En La risa de Kafka, Kundera contrasta la figura de Raskólnikov (Dostoievski) con la de Joseph K. El personaje de Crimen y castigo no logra lidiar con la culpa que lo acecha; para liberarse de su peso, y hallar cierta paz, acepta su castigo. Es la lógica de la teodicea de la moral cristiana: la culpa que busca el castigo. En Kafka, escribe Kundera, esta lógica se invierte. El sospechoso no conoce la razón de la sospecha. Así la sospecha deviene el castigo mismo. Como desconoce los motivos de su falta o delito, más aún: ni siquiera conoce la falta misma, el acusado necesita explicarse la razón de por qué es acusado: el castigo busca la falta. Pero éste debe consumarse: el castigo encuentra a la falta a fin de cuentas.

Y qué castigo mayor para un escritor, que la desdicha de verse paralizado ante la publicación de su obra.