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Nosotros ya no somos los mismos

Vivamos el Zócalo todos los días

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▲ El Zócalo de la Ciudad de México ha recibido a miles de capitalinos que han disfrutado de distintos momentos históricos.Foto Roberto García Ortiz
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amos a seguir cronicando sobre los distintos zócalos que me ha tocado vivir, en mi ya muy larga vida chilanga.

La primera ocasión que entré al Zócalo en medio de un tropel, lo hice siguiendo instrucciones precisas: sales a la puerta del edificio y das vuelta a mano derecha, sorteas con mucho cuidado los puestos que cubren las banquetas y medio pavimento de esta calle, que se llama República de Chile, que es donde vivimos, en el número 38 y el departamento es el 206. (Luego me enteré que vivía en el corazón del barrio bravo de La Lagunilla).

Caminas hasta llegar a la esquina con Belisario Domínguez, sigues a República de Cuba, donde a tu derecha y a una cuadra está nada menos que el teatro Lírico (uno de los enclaves del espectáculo alegre de la época), y a la izquierda, el icónico cine Río que, junto con el Venus, desde temprano esparcían en el ambiente un aroma a sexo sublimado, merced a su diaria cartelera: Tormentos del deseo, Arroz amargo, Bellas de la noche y Dios creó a la mujer.

Pasando Cuba llegas a Donceles, donde tenían su sede dos catedrales del espectáculo frívolo-musical-humorístico y super calefacto: el Teatro Esperanza Iris y la de la antigua Cámara de Diputados.

Sigues luego a 5 de Mayo y la siguiente es Madero, vuelta a la derecha y ya estás a los pies de la Torre Latino, donde quedaste de ver a tus amigos rojillos.

Estos eran Raymundo Ramos, Pedro Vázquez Colmenares y Alfredo Bonfil, tres dirigentes de la prepa 1, San Ildefonso, que entonces ni rojillos eran (ya lo serían luego), pero por lo pronto eran Ajefes (Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad) o sea, los masones jóvenes: liberales, juaristas, radicales defensores de la separación Estado-iglesias y enemigos acérrimos del clero colonialista y opresor.

Pues en el tumulto no localicé a mis anfitriones al primer alboroto estudiantil, dentro del contingente universitario al que en ese entonces yo ni siquiera pertenecía: era tanta mi emoción que olvidé a mis encaminadores y comencé a gritar mueras a un tal Castillo Armas, que hasta ese momento me enteré era el traidor comprado por la CIA, o sea la United Fruit de Guatemala, quien había derrocado al presidente legítimo y patriota Jacobo Arbenz. Este nació en Quetzaltenango en 1913 y murió en México en 1971, después de su exilio en los inicios de la Cuba fidelista, donde tuve la satisfacción de estrechar su mano y ser retratado a su lado. La foto aún cuelga de la pared de mi casa.

El regreso a mi domicilio, que parecía tan fácil, resultó por demás complicado: al fin del mitin y ya rodeados de granaderos, especímenes para mí hasta entonces desconocidos, fuimos haciéndonos menos. Yo me regresé por Madero, caminé a Palma, Isabel la Católica, a Bolívar, no encontré República de Chile. Seguí adelante hasta la Torre. Regresé hice el recorrido en sentido contrario y de nueva cuenta la calle de Chile no estaba en su debido sitio. Este repetido va y viene, me llevó a lo obvio: preguntar.

El viejito bolero me respondió: pus camine, pero al revés. Váyase por ésta, que es Isabel la Católica y solito encontrará lo que busca. No sé si me albureó, pero sí me ayudó a llegar a casa haciéndome saber que Isabel y Chile eran la misma calle con dos nombres. ¿A quién se le ocurre?

Nos falta la crónica de otros zócalos, de otros momentos de esta plaza que, siendo la misma, nos habla de condiciones de vida muy diferentes que los mexicanos hemos vivido. A través de las congregaciones de ciudadanos que recientemente en este sitio se han dado cita, podemos entender mejor la realidad del momento que gozosamente las mayorías estamos viviendo.

El Zócalo es nuestro, vivámoslo, insurgentemente, cada día.

@ortiztejeda