n un territorio ajeno. En La enfermedad y sus metáforas (1978), la escritora Susan Sontag habla de padecimientos crónicos o terminales como fuerzas enemigas que irrumpen en el organismo de un ser humano de manera insidiosa, a menudo sin previo aviso, invadiéndolo todo, ganando terreno día a día. En poco tiempo, el paciente se siente aislado en tanto habitante de un territorio inhóspito y nuevo al que apenas tienen acceso los moradores de ese otro espacio que es el territorio de la gente sana. Aunque la autora estadunidense se refería en específico a padecimientos como la tuberculosis o el cáncer, su reflexión se vuelve pertinente al hablar de males congénitos o de evolución lenta, en todo caso discapacitantes, como la ceguera o la sordera.
Ilustrar este fenómeno en una obra fílmica de ficción no es cosa fácil. Requiere profesionalismo y seriedad, investigación y análisis, y sobre todo una intuición artística capaz de reproducir, en lo posible, la enorme gama de emociones y desasosiegos que se apoderan del individuo afectado. Y hacerlo con empatía y respeto. En el terreno del cine documental mexicano reciente, sólo una obra parece haber cumplido holgadamente con estos propósitos. Se trata de Potentiae (2017), primer largometraje de Javier Toscano.
Ahora, seis años después, otro realizador, Diego del Río, propone Todo el silencio (2023), una ópera prima de ficción en la que aborda con sensibilidad y rigor el tema de la discapacidad auditiva. El resultado es original y sorprendente. Tanto así que en contraste con su paso discreto por la cartera comercial y otros circuitos, la película ha obtenido un merecido reconocimiento en la pasada ceremonia de los Arieles.
Todo el silencio describe la manera en que Miriam (soberbia Adriana Llabrés), una joven maestra de lenguas de señas, quien vive con Lola (Ludwika Paleta), su pareja sentimental sorda, descubre que ella, hija de padres sordos, va perdiendo a su vez el sentido del oído. El diagnóstico de una otoesclerosis progresiva trastorna por completo su vida. A pesar de haber convivido siempre a lado de personas hipoacústicas, nada parece haberla preparado lo suficiente para este desenlace inesperado y, para ella, particularmente injusto.
El padecimiento discapacitante, insinuándose de modo sigiloso y artero, la obliga a un ostracismo impuesto, a vivir desde ahora en un territorio que antes le parecía ajeno. Atrás queda el placer de escuchar música clásica, de verbalizar con soltura sus emociones y experiencias, de sentirse sobre todo solvente en el arte de la actuación en la compañía teatral en la que participa por las tardes para el montaje de una obra de Chéjov, La gaviota. La intervención de Manuel (Moisés Melchor), un amigo de trabajo, sordo de nacimiento, tiene mucho de providencial. Él será su iniciador y guía en la experiencia de la sordera profunda, permitiendo a la joven Miriam exorcizar paulatinamente sus miedos y su angustia, familiarizándola también con la venturosa exacerbación de los otros sentidos que de alguna manera afinan su sensibilidad y matizan la carga dramática de la discapacidad acechante.
El propio entorno de las amistades de Miriam, entre hipoacústicos y sordos congénitos u oralizados, incluida en primer plano su pareja, una Miriam reticente a servirse del lenguaje de señas, será ahora visto por ella desde una perspectiva diferente. Surge así, con más fuerza, la conciencia plena de un espíritu comunitario, percibido antes sólo desde la solidaridad y la empatía benevolente. Superada su indignación por la pretendida injusticia de una desgracia, superado el primer enojo comprensible, hay espacio para la reconciliación íntima y para un nuevo aliento vital. En términos artísticos, Todo el silencio es también una formidable suma de talentos, desde la acertada dirección del debutante Diego del Río, hasta las actuaciones impecables y el trabajo minucioso y envolvente de la fotografía y el diseño sonoro. Un triunfo elocuente del cine mexicano actual.
Todo el silencio se encuentra accesible en la plataforma digital Amazon Prime.