ace algunas semanas (tantas, que no recuerdo con exactitud), el ensamble del Centro de Experimentación y Producción de Música Contemporánea (Cepromusic) ofreció en el auditorio Blas Galindo uno más de sus ejemplares conciertos de música contemporánea en el que, fiel a su línea invariable de conducta, ofreció dos estrenos mundiales y uno en México. Estreno mundial número uno, Ofrendas nocturnas, del costarricense Alejandro Cardona, expresiva partitura para clarinete bajo y ensamble, anclada con firmeza en sus raíces latinas y en pinceladas de géneros urbanos de hoy, sin resbalar nunca hacia el folclorismo turístico, reafirmando a la vez todo aquello que de telúrico tiene su música. Impecable, como siempre, no sólo en lo técnico sino también en lo expresivo, la participación solista de Fernando Domínguez en el clarinete bajo.
Estreno mundial número dos, Elogio de las cosas vacías, del chileno Cristian Morales Ossio, para ensamble grande, obra abundante en esas sonoridades intersticiales que producen las afinaciones alternativas, los multifónicos y los microintervalos. Nubes sonoras en constante transformación, articuladas en la alternancia de secciones estrictamente codificadas con otras de ejecución más libre. El estreno en México, la pieza de la surcoreana Younghi Pagh-Paan titulada U-Mul, partitura con mucho de ritual, con la percusión utilizada más como pincelada de color que como impulsora de ritmos, rica en atractivos recursos sonoros, como un gong que hace resonar un tam-tam. Obra evocativa, austera, rigurosa, ajena por completo al orientalismo pictórico o anecdótico.
El momento destacado, a mi parecer, dentro de un concierto de muy buena música presentada en muy buenas ejecuciones, fue la emisión (que no interpretación) de la pieza electrónica Danza de la vida y la muerte, de la compositora mexicana Alida Vázquez (1931-2018, fechas tentativas debido a las discrepancias que hay al respecto). Realizada en 1980 en el Centro de Música Electrónica de Columbia Princeton, esta sólida y sorprendente obra está construida con base en sonidos puros, llanos, claros, bien producidos y bien organizados. No hay en la obra de Vázquez efectismos gratuitos ni sonoridades superfluas, no hay ruidos espurios ni mazacotes texturales, en cambio hay una sencilla y pulcra espacialización de la materia sonora. Ante la eficacia y poder expresivo de esta Danza de la vida y la muerte, cabe enfatizar que la obra fue concebida y realizada antes del advenimiento de recursos electro-musicales como la granularidad, los efectos sicoacústicos, la deconstrucción analítico-cibernética de los parámetros sonoros y otros elementos compositivos recientes.
La sorpresa (muy grata) de haber escuchado por primera vez el nombre y la música de Alida Vázquez, compositora con una historia personal y profesional realmente interesante, me puso a pensar que, si bien hay progresos recientes, el ámbito de la música electrónica es uno de tantos que hasta hace relativamente poco tiempo ha sido acaparado por hombres, no solamente en la práctica musical misma, sino también en la redacción de su historia; las estadísticas al respecto son apabullantes. Por ello, creo que no estaría de más que nos propusiéramos indagar, investigar, divulgar y, sobre todo, escuchar con atención, el trabajo de algunas de las pioneras de la música electrónica, como Johanna Magdalena Beyer, Pauline Oliveros, Wendy Carlos, Pauline Anna Strom, Laurie Spiegel, Eliane Radigue, Hilda Dianda, Ruth White, Else Marie Pade, Jacqueline Nova, Beatriz Ferreyra, Bebe Barron y un etcétera más largo de lo que pudiera creerse. Junto a todas ellas, recomiendo particular atención a dos destacadas pioneras inglesas, sin cuyas investigaciones, obras e innovaciones no podría entenderse la historia de la música electrónica: Delia Derbyshire y Daphne Oram. Sobra decir que va aquí el encargo explícito de atender con particular énfasis el trabajo de las numerosas compositoras mexicanas que han producido un estimable corpus de música electrónica que no debe ser soslayado.