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Semiótica de las reformas judiciales
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odas las estructuras jurídicas están crujiendo desvencijadas. Resienten el peso y el paso del tiempo, padecen las cargas ideológicas burguesas y el tonelaje demencial de injusticias consustancial del capitalismo. Era de esperarse que el esqueleto leguleyo no resistiera más y que sus lebreles comenzaran a organizar quirófanos jurisprudenciales para demorar la autopsia de un cadáver en descomposición acelerada. Hace falta mucha crítica y autocrítica. Esto no se arregla con reformas.

Bajo el capitalismo la justicia es también una mercancía de lujo. Por más esfuerzos teóricos y retóricos que las burguesías han hecho para ilusionarnos con una teoría del derrame justiciero, donde las clases subordinadas (salarial, educativa, sanitaria y humanamente) alcancen a limosnear una parcela de filantropía jurídica, el esperpento de injusticias es infernal y ya no hay modo de esconder al Frankenstein ideológico con que pretenden impartir su justicia. Este asunto no admite eufemismos. Hay que ir a fondo.

Es absolutamente injusta la disparidad salarial, las condiciones de trabajo, el insumo de tiempo y el ningún trato de dignidad para la clase trabajadora. Es injusta la escasez de servicios de salud, que nunca ha sido expedita, eficaz ni desmercantilizada. Es injusta la marginación educativa, las condiciones de los establecimientos y el manoseo sobre los profesores sometidos a modelos educativos miserables cuando deberían ser emancipadores y revolucionarios. Son injustas las condiciones objetivas de la vivienda, para la inmensa mayoría de las personas obligadas a pagar más de la mitad del salario a cambio de un lugar para meter la vida, porque la vivienda en general está por debajo de toda dignidad elemental. Es injusta la violencia de un sistema económico, corrupto por definición, en el que reina el individualismo, el mercantilismo y la desigualdad, como si fuesen un mérito moral. Este cúmulo de injusticias contra los pueblos debería ser castigado, prohibido y desterrado para siempre. Si hubiere, en su sentido social e histórico más valioso, justicia.

Incluso es injusta la idea de felicidad burguesa que se ha implantado como parámetro del éxito. En sociedades que postergan consuetudinariamente todo género de dignidad para los pueblos, se vuelve obscena la risotada banal, el regodeo de placeres superfluos, el lujo, el dispendio, el éxtasis con la estupidez. Mercancías ideológicas, todas ellas y más, que intoxican los imaginarios colectivos y confunden a más de uno que no se percata o que rehúye a la conciencia del despojo, incluso de la felicidad real que sería muy otra sin el fardo de baratijas que han convertido a la felicidad misma en una mercancía chatarra hinchada de placeres banales e individualistas. Muchas veces en traje de baño. Como en la tele .

Eso podría frenarse de inmediato si la lógica de la justicia fuese lucha social emancipadora para modificar y controlar, permanentemente, toda instancia jurídico-política. Arrebatar a la burguesía los controles leguleyos y tramposos que han impuesto contra el desarrollo libre de los pueblos y de sus fuerzas productivas y organizativas. Y no contentarse con reformas de coyuntura, sin negarles su utilidad relativa. La guerra ideológica burguesa, en los territorios jurídicos, no es otra cosa que el despliegue de ataques para garantizarse dominio eterno sobre la economía, la política y la mentalidad sumisa. En el circo legaloide financiado por las oligarquías, brillan hoy peleles entrenados para atraer adeptos, o adictos al show de las payasadas con togas. Son mercancía nada barata las vociferaciones o susurros de los jueces y las juezas, sus altanerías y palabrerío a destajo… operando en simultáneo sobre la confusión y con fake news, cada día más espectaculares en los altavoces monopólicos disfrazados de medios de comunicación. El Poder Judicial como negocio de unos cuantos y como cárcel para el resto.

Comercian con los dolores sociales más hondos que ellos mismos han propinado a los pueblos. No tienen vergüenza en hablar de esa justicia que convirtieron en uno de sus grandes negocios. No les ruboriza hablar del delito fabricado por ellos mismos para protegerse y enriquecerse. No les tiembla el pulso para desplegar su justicia con banderas de antipolítica que ellos mismos han prohijado en sus sectas privilegiadas. Dicen servir a la patria, a los pueblos y a la República mientras desgarran sus vestiduras defendiendo sus no pocos privilegios hinchados con palabrerío dogmático y fanático. Lo hemos visto miles de veces; nos han derrotado con sus engaños y siempre lo exhiben como lo nuevo y lo que siempre hemos querido.

No aceptemos las manías del reformismo gatopardo. Urge una revolución de las conciencias también en los terrenos de la justicia, las leyes y todo el berenjenal de reglamentos, códigos y disposiciones para controlar a los pueblos. Nos sirve aquí la semiótica de combate para transparentar el sentido de las reformas, sus límites y sus alcances ante la realidad. No queremos una reforma judicial absorta en devaneos metafísicos ni escolásticos; no nos sirve como otro objeto de estudio para contemplar los modos, los medios y las relaciones de producción de sentido sin intervenir en su transformación radical en el marco de la disputa capital-trabajo, donde se dirime la realidad. Si realmente fuésemos una sociedad en que el patrimonio de la humanidad más grande fuese la humanidad, no harían falta las leyes.

No nos sirve una reforma judicial tapizada con simplismos y sin identificar y castigar los crímenes del enemigo de clase, sin subsanar nuestras debilidades y heridas históricas, como la usurpación de los recursos naturales y la mano de obra esclavizada. En los trasfondos de cada reforma de las leyes y su parafernalia, es indispensable identificar, nombrar y caracterizar el dinero que la nutre, transparentar su financiamiento, acompañando tal transparencia con una pedagogía revolucionaria de la justicia porque, entre las patologías semióticas de nuestros tiempos, pulula un cinismo de nuevo género, se ha hecho blindaje de toda injusticia disfrazada de legalidad. Hay muchos casos de corrupción extrema legalizada, como el capitalismo mismo, con mil disfraces de abogados lenguaraces. No contemplemos su espectáculo con los brazos cruzados. Buena parte de la parafernalia burguesa, en defensa de su justicia, es un compendio de aberraciones propagandísticas que se han naturalizado en un paisaje de sobreproducción de injusticias con amasijos ideológicos burgueses. Contra eso hay que politizar y democratizar a la justicia. No más engaños ni autoengaños.