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El más intenso fin de semana
E

stos pocos días están cargados de doloroso simbolismo. Como si hubieran sido convocados poruna sola voz, una misma historia y profunda soledad, se recuerda ahora juntos a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y los cientos de jóvenes hombres y mujeres asesinadas en Tlaltelolco. Y, al través, la toma de posesión, la celebración del poder presidencial que está ahí, omiso, permisivo o protagónico, detrás de todas estas muertes. Muertes que no se resuelven, muertes sin culpables o disculpas; muertes generadas por un poder capaz de asesinar o desaparecer en pocos minutos a decenas o cientos, y de reiterar una y otra vez desde hace un siglo con guerra sucia o limpia y hasta nuestros días, que sigue presente la fuerza de la represión, la cárcel o desaparición y asesinato –precisamente– de estudiantes y maestros. México sólo resolverá esta parte viva de su actual historia bárbara y vergonzosa cuando con la transparencia total –que es el comienzo de la más verdadera disculpa– llegue y muestre claramente a padres y madres y a todos la verdad y la justicia. Sí, que se disculpe el rey, pero el poder en México, también.

Toda esta historia, sin embargo, no existiría sin alguien que toma nota y cuenta lo ocurrido. Y por eso importa que en estos días convergen también las cuatro décadas de La Jornada, este diario digno y lúcido, que no ha dejado de narrar lo justo y lo bueno, pero también, puntual y al detalle, la crueldad y la resistencia. Sobre todo, resistencia, esa poderosa historia de conocimiento, valor y determinación de mujeres y hombres, viejos y niños y jóvenes que piensan y trabajan en esa tarea inmensa que es la educación. Porque además de poderoso y terrible, ese poder que se revuelve contra sus propias gentes, amenazante, no tolera que se libere el camino y las avenidas por donde la fuerza más trascendental a disposición del sapiens, el conocimiento, camina y transforma a millones de personas y, con eso, a nuestro país. Y no tolera tampoco que todos tengan acceso a la educación. Porque de 10 millones de jóvenes, el diseño de admisión es tal, que sólo permite que menos de la mitad tengan una formación sistemática en el conocimiento.

Después de la barbarie desde el Estado, de los asesinatos y la pobreza cultural que impone la incultura del capital, el problema fundamental es que nuestro sistema educativo e instituciones no fueron pensadas desde una perspectiva de fomento a la participación democrática, la creatividad y libertad desde la raíz misma de las comunidades y de las culturas y lenguas. No tenían como propósito fortalecerlas y darles un sentido y una identidad desde abajo y desde ellos mismos. Esta otra educación existe aquí y allá, pero es una orientación que hoy sólo se esboza y ensaya cuando grupos de maestras y maestros crean espacios de poder propio y tienen la posibilidad de organizarse localmente y decidir cómo debe ser la educación. Un sistema así, impulsado masivamente, sería fundamental para desbancar a la cultura y prácticas que impulsan una creciente inseguridad que, de seguir, va a acabar con este país. Habría que oponer a ese desalentador futuro el poder transformador de la educación, el que, si se les deja, pueden generar 40 millones de hombres y mujeres que conviven y trabajan en formarse en estos espacios. Diseminar y ampliar lógicas de libertad y creatividad por todo el país, crear espacios que se multipliquen, casas del pueblo, dedicadas a todas las edades y a la educación de fondo, sería el comienzo de una realmente nueva educación. Algo que nunca se va a generar como fruto de la concepción de que la seguridad se consigue amurallando escuelas y universidades.

Hay que reconocer que nuestras universidades y sistema educativo no nacieron de la libertad y la creatividad, sino del porfiriato. Son expresiones de un siglo de militarismo y elogio a la raza blanca, de dictaduras y hasta de una Ley Orgánica que Victoriano Huerta le dio a la hoy UNAM. Justo Sierra, al crear la Universidad Nacional antes de la Revolución de 1910, humanista y todo, planteaba que ésta debería guiarse por tres principios: 1) De autoridad. Una escuela/institución en un marco que privilegie el ejercicio autoritario individual, presidente/rector. 2) De selección. Derecho a la educación básica, pero sólo una porción a educación profesional. 3) Privilegiar el conocimiento generado por los príncipes de la ciencia para la élite económica y política.

Estos principios decimonónicos se mantienen con el actual diseño de la educación y contribuyen a un similar diseño de país. Sin verdad y sin justicia, comenzando por Ayotzinapa, no se recompone la relación poder-conocimiento. Y sin conocimiento libre, el poder no tiene freno. Y no habrá educación transformadora ni un país pacífico y seguro. Es hora de dejar atrás el porfiriato.

* UAM-X