Opinión
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Entusiasmo y melancolía
E

ncuentros deportivos como los Juegos Olímpicos o la Copa Mundial de futbol provocan amplios movimientos de entusiasmo que envidian los políticos y las estrellas de cine. Si nos detenemos unos segundos a observar el aumento de la pasión que suscitan a medida que se desarrollan, podríamos sentir curiosidad por sus causas.

Es curioso ver cómo un individuo, hombre o mujer, rico o pobre, sabio o ignorante, que parecía no tener el menor interés por la competencia de un grupo de jugadores, ve despertar y crecer en él una pasión que lo rebasa y lo une a un grupo de personas con las cuales no tiene mayores afinidades, pero que experimentan ese mismo entusiasmo. Sin embargo, cabe preguntarse si no es esa solidaridad la que hace brotar en él su interés por el espectáculo del juego.

Panem et circum era una de las divisas que practicaban los césares y demás dirigentes deseosos de mantenerse en el poder. Pero no es cuestión de sonreír con un dejo del desprecio idiota que despierta el peligroso sentimiento de creerse superior.

La clausura de los últimos Juegos Olímpicos en la ciudad de París dio lugar a un espectáculo que fue celebrado de un lado a otro del planeta. Hubo quienes se sintieron los seres más dichosos de la Tierra por hallarse aplastados entre las filas del gentío que intentaba acercarse a la pista que recorrerían los campeones. También hubo quienes pagaron una fortuna para viajar a París y ver de reojo las competencias desde la ventana de un hotel, cuando no en la pantalla de televisión del cuarto reservado.

La celebración de clausura fue continuada hasta altas horas de la noche, para no decir del amanecer, por grupos de jóvenes que desbordaban de entusiasmo y de esa solidaridad que une en un solo ser almas y cuerpos.

¿Unión transformada en comunión, por la gracia misma del encuentro entre los seres, capaz de barrer con cualquier obstáculo que pretenda oponérseles? ¿O acaso, a semejanza de los astros viejos, concentración máxima de fuerza y energía, antes de su estallido y nacimiento de nuevos universos?

El entusiasmo espiritual y físico que une a la multitud reunida por la veneración de un algo que se supone al origen del ser, a su aparición y su existencia, se manifiesta, a veces, raras y milagrosas veces, en esa unión debida a la gravitación entre los astros que pueblan el espacio celeste y los seres astrales que viajan de uno a otro en busca de caminos que los lleven a las puertas que se abren a la revelación del misterio de ser.

¿Por qué es el ser y no más bien la nada?, cuestión fundamental del pensamiento filosófico lleva la respuesta en la pregunta misma. Desde los presocráticos que se interrogaron maravillados por qué el ser es, el pensar avanza y ahonda siempre la misma cuestión: el ser. Somos, sí, pero bien podríamos no ser. Soy, sí, al parecer, aunque bien podría no ser.

Recuerdo la mirada perdida en el espacio infinito de quien busca, convencido de pronto, asistir a la aparición, cuando vi esa mirada premonitoria de los ojos de Ricardo Guerra, en ese entonces, ¡oh, lejana época, como todas las épocas!, cuando se preguntaba ante nosotros, sus alumnos, por qué el ser y no más bien la nada.

Ricardo Guerra; el genial Alejandro Rossi; fray Alberto de Ezcurdia; el maestro Nicol, quien daba su curso sin mirarnos, mirando siempre a través de los ventanales y los siglos a sus amados presocráticos; Luis Villoro con sus cabellos dorados tratando de explicarnos por qué esto puede ser o no ser, ser ahí o no ser ahí ni en ningún lado.

Verdaderos maestros. Maestros de la Facultad de Filosofía y Letras. Pretendían, oh, soberbia, enseñarnos a pensar. El único que creyó entender la cuestión fue un joven lumpen que, cuando Nicol habló de la nada, él pregunto si, frente a esa nada no habría, aunque fuese un diminuto, diminutísimo dragón, un tantito de dragón, así nomás, de chiquitito.

Sí, el ser es, gigantesco, diminuto, es. Y eso es lo inconcebible: ser en vez de no ser.