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Stravinski y la vendedora de discos
L

a segunda parte de los años 40 del siglo XX la Ciudad de México debió ser tranquila, optimista, promisoria. El cielo azul y limpio, sin sorprender a nadie, era lo normal desde siempre en la ciudad de los lagos, finalmente derrotados por nosotros, el futuro. Allí se hizo una familia de tantas, venida a menos, parecida a las que salían en las películas de los Soler, Pedro Infante y sobre todo Joaquín Pardavé. La conformaban seis varones y cuatro hembras. A tono con la época, los primeros eran la debilidad de la madre, y sus derechos del hombre, sagrados. Se contaban el alcohólico, el vividor, el perezoso, el que odiaba ser mexicano, el menor de edad y el único que estudió una carrera. Ninguno tenía la obligación de aportar a la casa, que como quiera se la pasaba en dificultades financieras; siempre estaban arrancados. Tampoco a mamá le gustaba el trabajo, y papá lo hacía de mala gana, no viendo la hora en que se iría de caza o a escuchar ópera y música clásica con sus amigos. Pronto comenzaría a recibir su pensión de burócrata.

Así, en tan prometedor periodo para las clases medias y el proletariado oficialista, en aquella casa quienes proveían eran las hijas. Les tocaba. Debían hacer la cama y recoger el tiradero de los hermanos, que por entonces comenzaron a casarse. Luego, salir al trabajo, donde al menos les pagaban.

Siendo la renta un problema constante, la casa cambió de domicilio varias veces, entre las colonias Juárez, Roma y Cuauhtémoc. Como nunca tuvieron coche procuraban vivir no lejos del Paseo de la Reforma, columna vertebral del Distrito Federal. Cuando la Güera buscó empleo, sexta de la camada, única que salió rubia, y sin terminar el segundo secundaria, le vino bien conseguirlo en la avenida Juárez casi esquina con San Juan de Letrán, justo enfrente del Palacio de Bellas Artes, donde actualmente está la librería Gandhi.

El patrón, don Alberto Mizrahi, la encontró muy lista. Iniciada con fervor por su padre en la música clásica, resultó competente vendedora de discos. La tienda de Mizrahi era sobre todo una galería de arte mexicano. En consecuencia, la Güera tuvo ocasión de conocer a Diego y Frida (saludaban diciendo: salud y revolución social, lo que a ella le parecía ridículo), al evasivo Orozco, pronto muerto, al extraño Dr. Atl, a Juan O’Gorman, tan discreto, y otros artistas en tratos con el influyente señor Mizrahi. Tuvo ocasión de presenciar un numerazo por celos profesionales del Coronelazo Siqueiros, el que peor le caía.

Lo suyo era la música, no la plástica, y su función, vender discos. Cuando podía, atravesaba la calle para los conciertos de la Sinfónica Nacional, y ahorraba para escuchar a Rubinstein o a Arrau. Se acostumbró a cruzarse con Manuel M. Ponce, los Carlos, Chávez y Jiménez Mabarak (folclorista por órdenes de Chávez), y Miguel Bernal Jiménez, cuyo Concertino para órgano y orquesta ella admiró inmediatamente. Los atrilistas de la Sinfónica le hacían plática. También atendió alguna vez al gringo Aaron Copland.

Su mero mole eran los discos, que después de una trascendental revolución técnica dejaron de consistir en breves, frágiles y pesados platos de 78 revoluciones por minuto (rpm) para dar paso a los mejor grabados y espaciosos de 33 rpm, capaces de contener sinfonías, actos de ópera y cuartetos completos. La cosa no paró ahí. La aparición de los discos de larga duración (LP, por long play, castellanizados a elepés) conmocionó a los melómanos. A la vuelta de la esquina, en San Juan de Letrán, prosperaba el ecuménico Mercado de Discos.

Walter Gruen, fundador de la insuperable Sala Margolín, todavía vendía llantas en la esquina de Álvaro Obregón y Córdoba cuando Mizrahi recibió los primeros elepés. La Güera, en estado de gracia, tuvo una idea: demostrar a la gente que los nuevos discos eran irrompibles y se rayaban menos.

Una tarde se puso en el vestíbulo de la tienda-galería y comenzó a arrojar los acetatos hacia la calle como platillos voladores. Uno de sus proyectiles cobró inesperada altura y le tumbó el sombrero a un señor que venía entrando en compañía de otros caballeros. Sorprendido, divertido, éste se retiró el sombrero y delató las entradas de su calvicie. Caminó hacia el proyectil y lo levantó del piso con mucho cuidado. Usaba gafas negras, redondas, sobre su nariz prominente, ya para entonces célebre y parodiada. La Güera se percató de que casi le pega un discazo a Igor Stravinski, quien se le aproximaba sonriente para devolverle su disco volador. La saludó en inglés, con acento ruso. Ella se quedó muda, roja como tomate, muerta de la pena. ¡Caramba, casi degüella al autor de La consagración de la primavera!

Algo sobresaltado salió don Alberto de la galería al fondo, se encontró en el piso de granito un tapete de discos desenfundados y a la responsable platicando con monsieur Stravinski. Don Alberto traía la reprimenda en la punta de la lengua, cosa que percibió el compositor ruso e intervino felicitando a Mizrahi en inglés: Tiene usted a la mejor vendedora del mundo. ¡Hace volar la música!