Política
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La dura y cruel realidad
N

o hay palabras, mucho menos retórica alguna, que nos exima de topar con una realidad viscosa, opaca, que no admite presunciones de entendimiento ni bravatas para proyectarla. Estamos pasmados o en el pantano y, para algunos colegas que cultivan el pesimismo, al borde o de plano ya en el abismo.

Cantar las glorias del gladiador, vencedor de mil batallas con las oligarquías y los corruptos se ha vuelto cansina y patética práctica de los creyentes. Mentar la madre a los oficiantes del culto, o al patriarca mismo, ha perdido todo efecto movilizador hasta el grado de que las oposiciones, formalmente existentes, no aciertan a ir más allá del ditirambo. Sus cálculos resultan ridículos y su voluntad parece más bien una acumulación de decepciones y lamentos por las oportunidades perdidas.

Podríamos proponer, otra vez, que navegamos sin rumbo, a la deriva o al pairo, pero así vista, la coyuntura está poblada de múltiples realizaciones y perspectivas voluntariosas, hasta optimistas, que la política no puede soslayar. Menos la que presume de democrática.

El espectáculo deprimente y bufo del tráfico de votos y malos gustos, usos y costumbres que nos asestaron los integrantes del Congreso, en particular en el Senado, no debe quedar en ningún difuso e impreciso ayer. Es indispensable no sólo tomar nota, sino convocar a la construcción de unos reclamos articulados y unificados por el reclamo democrático revisado y reconstruido. Tenemos que exigir cuentas claras y puntuales a los partidos, los gobernantes y los que se oponen, junto con su pléyade de organismos de la sociedad civil, tan sólo por el hecho de que son los ciudadanos los primeros acreedores del compromiso y el subsidio que devengan esos partidos y deberían devengar dichas organizaciones.

Vendrá luego, pero muy cerca, el cúmulo de problemas no resueltos en la economía política y la subsistencia social, la vida comunitaria y los muchos males mentales, poco registrados y, me temo, menos entendidos. No contamos con remedios buenos y eficaces, tampoco con capacidad e infraestructura hospitalaria.

Reconocer y admitir, hasta llegar a una verdadera y consistente autocrítica, debería ser el tema de las sesiones inaugurales del Congreso de la Unión, antes de que diputados y senadores encaren las propuestas de Hacienda sobre una consolidación fiscal que más bien parece acto de contrición ante el Altísimo. Se dice que gastamos de más y no pocos agregan que mal. Pero, en el caso de las aporreadas finanzas públicas, parece indispensable andarse con buen cuidado para no echar al niño con el agua sucia de la bañera.

En estos y otros agrios queveres, hemos recorrido un largo y amargo trecho que, en nuestro caso no es, no ha sido sinónimo de aprendizaje. Mucho talento administrativo, de programación y asignación de recursos parece haberse perdido y, como hemos tenido que aprender en estos tristes y largos años de penuria y exceso, son pérdidas que no se pueden subsanar con cargo a la voluntad del mandatario y la lealtad del servidor público. De aquí la necesidad urgente de empezar a tejer un entramado de voluntades para el entendimiento y la asunción de compromisos que duren y puedan renovarse hasta llegar a la olvidada y vilipendiada reforma del Estado, que no se ha hecho con votos y mayorías porque su tuétano es la voluntad y la disposición de acordar y darle al conocimiento y la racionalidad el lugar central y decisivo que merecen.

Presumir de originalidad en el gobierno del Estado sirve para bien poco y, de convertirse en práctica política de los que mandan, es letal si de capear los temporales que vienen se trata. Nos urgen los recursos escasos, muy escasos, que conoce el flanco financiero del Estado, así como los que se han ausentado del ejercicio cotidiano del servicio público. Devolverles dignidad y credibilidad es misión prioritaria de legisladores y dirigentes de todos los partidos, aunque una presencia organizada de las universidades y entes de investigación profesionales no es mala idea.

Al final de cuentas, conviene reconocerlo, lo que tenemos enfrente es una redición del Estado y sus formas de gobernarse y gobernarnos porque las actuales están llegando a un punto peligroso, sin semejanza con algún otro momento a todo lo largo del difícil siglo XX. Dada nuestra complejidad endiablada, es fundamental que todo esto tenga lugar en un contexto de armas depuestas y espíritus cooperativos.

Difícil y rejega, azotada por la incredulidad y la desconfianza, la sociedad tiene que empezar a trazar vías y rutas por mares que podamos surcar. Y para ello no hay otra manera que la conversación y la convicción de que el otro, adversario o enemigo, igual que uno mismo, tiene algo que decir.