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Impuestos a la riqueza y desigualdad
E

l papa Francisco llamó a cobrar más impuestos a los millonarios a fin de distribuir recursos entre los pobres y las clases medias, en el entendido de que lo justo para todos es compartir la riqueza que acapara un pequeño porcentaje de billonarios. En un sentido moral, advirtió que la competencia ciega por tener más y más dinero no es una fuerza creativa, sino una actitud enfermiza y un camino a la perdición, además de afirmar que la indiferencia ante el sufrimiento de los más desfavorecidos abre paso a la división social, la división social a la violencia verbal, la violencia verbal a la violencia física y la violencia física a la guerra de todos contra todos.

Las palabras del pontífice llegan en un contexto de creciente conciencia acerca de la obscena concentración de la riqueza en el planeta, así como del florecimiento de iniciativas para combatir la desigualdad. Desde hace años, diversos organismos alertan acerca de la alarmante concentración tanto de las rentas (ingresos del capital) como de las fortunas entre un reducido sector de ultrarricos, una tendencia que se ha agudizado desde el estallido de la pandemia de covid-19 y la turbulencia económica subsiguiente.

Para finales de 2021, el 10 por ciento más rico del planeta concentraba 76 por ciento de la riqueza, mientras el 50 por ciento más pobre juntaba un exiguo 2 por ciento. Una cifra más contundente, si cabe: el 0.001 por ciento de la población ultrarrica vio crecer su fortuna en 14 por ciento en sólo dos años.

No es casualidad que el ensanchamiento generalizado de la brecha entre las inmensas mayorías y la élite presente una correlación directa con los recortes y exenciones fiscales concedidos a los grandes capitales desde la década de 1980. La generosidad hacendaria, acompañada de la despenalización o la indolencia judicial ante los evasores de impuestos, es uno de los pilares del modelo económico neoliberal, cuyo objetivo último siempre fue la restauración del poder de clase de los capitalistas que se sentían agraviados por el cumplimiento de los derechos sociales bajo el Estado de bienestar.

Por ello, las propuestas para la reducción de la desigualdad se centran en restaurar al menos una parte de los impuestos a los grandes patrimonios que fueron eliminados por la tecnocracia neoliberal, así como en desmontar el orden jurídico global que facilita (e incluso estimula) la evasión de los pocos tributos existentes. Por ejemplo, esta semana la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, a quien nadie puede acusar de radical o izquierdista) urgió a sus estados miembro a aprobar la legislación pertinente para aplicar el impuesto mínimo global a las multinacionales. Este gravamen establece una tasa mínima 15 por ciento a las empresas, con el doble propósito de aumentar la recaudación y de disuadir la nociva práctica de fijar sus sedes en paraísos fiscales a fin de eludir la tributación en los países en los que realmente llevan a cabo sus operaciones y recogen sus ganancias. Este impuesto fue acordado en 2021 por 140 países, pero su puesta en marcha se encuentra atrasada.

Durante el actual sexenio, el gobierno federal mexicano logró un histórico descenso en los índices de pobreza sin modificar el sistema tributario heredado, a través del combate a la evasión, el fin de las exenciones antiéticas y la eliminación de gastos suntuarios dentro de la administración pública. Como ha señalado el presidente Andrés Manuel López Obrador, en estos años se logró un incremento inédito de la recaudación sin crear ni subir impuestos, mientras los programas sociales en beneficio de millones de personas y las obras de infraestructura ya concluidas o avanzadas demuestran cuánto puede hacer si se racionaliza el gasto.

Sin embargo, la desigualdad extrema persiste como uno de los grandes lastres del país y como un agravio a las clases populares y medias que perciben salarios raquíticos pese a laborar en empresas cuyos dueños y accionistas se embolsan fabulosas ganancias. Ante este panorama, es pertinente poner en el centro del debate público las iniciativas para gravar las grandes fortunas a fin de abatir la inequidad: ya no puede negarse que moderar la excesiva concentración de la riqueza es un imperativo moral, económico, político y ecológico, y que perpetuar la injusticia va en detrimento de la dignidad humana.