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Jacksoniana
L

a era jacksoniana (cuyo nombre viene del presidente Andrew Jackson que gobernó Estados Unidos de 1829 a 1837) trajo consigo, entre muchas reformas democratizadoras, la elección de los jueces. La idea que en estos años se ha discutido en México, tiene el antecedente en ese movimiento político y hasta religioso del vecino norteño. Los aristócratas dibujaban a Jackson como un burro porque lo asociaron a la ignorancia del pueblo común. Desde entonces, ese burro es el símbolo de su partido, el Demócrata. Cuando fue electo, la prensa lo llamó Su Majestad, La Chusma. El Jacksonismo era un movimiento popular que democratizó la democracia estudunidense, es decir, la de los varones blancos. El número de reformas es casi descriptivo: el sufragio dejó de ser exclusivo para los propietarios y contribuyentes; se instituyó el voto secreto; se abrieron las nominaciones de candidatos de los partidos a la votación popular y se propuso la educación universal; pero también los movimientos en el norte que encabezaron las feministas, la reforma penitenciaria que readaptara a los delicuentes, la abolición de las deudas como causas de encarcelamiento, la atención a los discapacitados y una forma nueva de atender la locura. Por supuesto, los jacksonianos también eran expansionistas, antinmigrantes, y no eran amigos de los afroamericanos ni de las comunidades indias a las que trasladaron por la fuerza al oeste. En su seno se gestó la idea de invadir México.

Para cuando Alexis de Tocqueville llega como ministerio público, en su primer viaje a Estados Unidos para evaluar su sistema penitenciario, se encuentra con ese movimiento popular contradictorio. El francés condena la llamada tiranía de las mayorías porque se sorprende de que Legislativo, Ejecutivo, y Judicial atiendan a la opinión pública: No conozco país alguno donde haya en general menos independencia de espíritu y de verdadera discusión que en Norteamérica. Luego sustituirá sus miedos mientras redacta el segundo tomo de La democracia en América, hacia el despotismo administrativo, es decir, la burocracia. Despreció a Andrew Jackson porque jamás entendió cómo tenía la aprobación mayoritaria si sólo había ganado, como general de la milicia, la batalla de Nueva Orléans. Tendrá sus dudas respecto a la elección de jueces, que es una herencia a partir de 1845 del movimiento jacksoniano en 24 de 34 estados de la unión: El gobierno de Estados Unidos no es uno de tipo federal. Es un gobierno nacional con poderes limitados. Los tribunales son electos y carecen de una Suprema Corte.

Desde entonces el debate siempre ha sido el mismo: a favor de la elección democrática, los jueces y sus decisiones tendrían mayor confianza de los ciudadanos y los funcionarios de justicia serían más responsables ante sus electores a través de la representación. Además, un Poder Judicial electo sería más independiente que uno designado porque las cuestiones de quién los propuso o los financió no serían un factor determinante. Ligados no a partidos o grupos de interés, estos jueces electos ejercerían una restricción más efectiva sobre todo el poder del gobierno y de los oligarcas. En tiempos jacksonianos se decía que, al estar representando a un consenso, tanto Legislativo como Judicial tendrían menos choques. Como lo dijo en ese entonces Andrew Jackson: Periódicamente una república debe tener un debate significativo sobre la dirección general de los tribunales y el papel de los jueces individuales en la contribución a esa dirección. La elección de jueces se veía como un tema de la democracia, no como un asunto del derecho.

Pero la reforma a la que hoy asistimos no es una democratización plena del Poder Judicial. En realidad es lo que en Estados Unidos se conoció como origen mixto, es decir, un método que mezcla tanto una comisión que evalúa los méritos de los abogados que quieren ser juzgadores con una elección popular. En el caso mexicano, por toda la desazón que existe en las confusiones de la oposición entre político y electoral donde ésta es un método, mientras aquella es una organización ideológica, se le ha puesto en medio, entre la comisión evaluadora y las urnas, un sorteo público, para evitar cualquier liga a un partido político o grupo de interés. A pesar de esto, los opositores de la reforma insisten aún en que democracia popular e independencia judicial se contradicen. Es como si una elección amarrara a un mandato unas sentencias que todavía no sabemos sobre qué caso van. Es como especular sobre un futuro que todavía no se ha dado. En cambio, lo que tenemos ahora son sentencias a favor de no pagar impuestos o de descongelamiento de cuentas de narcotraficantes, protegiendo a las compañías eléctricas extranjeras para no pagar por servicios del Estado o de minas contaminantes o de casos de corrupción plena que ya sabemos que el Poder Judicial va a emitir. No hay contradicción entre democracia e independencia, toda vez que el mandato popular es que se resuelva pensando en la dirección general de la república –como diría el burro Jackson– a la que tienen que estar sujetos todos los poderes, incluyendo los tribunales. No más.

Alexis de Tocqueville había sido ministerio público en Versalles desde una temprana edad por las relaciones aristocráticas de su familia. Su amigo más cercano, Gustave de Beaumont, con quien planeó La democracia en América, lo describe así: No había obtenido sus mayores éxitos del pueblo, aunque nunca le faltó el sufragio de la élite. El mismo Alexis renuncia a la magistratura bajo un argumento político: Vivo de tal forma fuera de toda sociedad que me da terror convertirme con el tiempo en una máquina jurídica, como la mayor parte de mis colegas, incapaces de juzgar un gran movimiento, aunque muy aptos para deducir una serie de axiomas y para encontrar analogías y contradicciones. Preferiría quemar mis libros antes de llegar a ello. Resuena todavía, en medio de todas sus dudas e inconsistencias, una frase que bien les valdría sopesar a los actuales ministros de la Suprema Corte: El Poder Judicial retrasa al pueblo, pero no puede detenerle.