ás de 3 mil 400 kilómetros viajó don Jesús para regresar con los suyos. Su familia sabía que vivo o muerto lo tendrían de vuelta a su querida Tlapa. No imaginaron que en una pequeña urna azul regresaría su hermano; muy alejado de la idea del migrante triunfador. En cambio sus hermanos tuvieron que enfrentarse a reconocer a Jesús por una fotografía que el forense en Nueva York mandó por correo. No pudieron volver a tocar su cara; nadie le lloró mientras recogían su cuerpo en aquel parque al sur del Bronx, donde murió. Lo que más les duele es pensar en sus últimos momentos: solo y sobre el frío concreto, lejos de su hermana Luz. Tal vez, en esos momentos pensó que el tiempo que vivió en Estados Unidos no había valido la pena. Al final, no fue como lo imaginó cuando cruzó la frontera cargado de sueños en los años 90. Jesús fue preso de las adicciones que imperan en ese país, sumado a la terrible soledad que cala hasta los huesos al regresar todas las noches de trabajar. Estos son los factores propicios que hacen sucumbir hasta al más fuerte. Eso fue lo que vivió don Jesús. Lejos de todo, sin encontrar su espacio, cayó en las garras del alcohol. Nunca quiso esto para su vida, sólo fue producto de malas decisiones que hicieron parecer que ese era el único camino. Puede que al final pensó que todo por lo que había luchado fuera una mentira.
El de Jesús no es el único caso. Cada día más cientos de migrantes enfrentan situaciones similares, algunas veces caen en las drogas o en el alcohol. Esto sumado a otros factores como las deudas o los trabajos bien remunerados, hacen que poco a poco las calles sean el último final. Sin embargo, de esto está casi prohibido hablar, pues es dar una mala fama al añorado sueño americano. Los gobiernos de los países de origen, como México, jamás lo mencionaran; prefieren seguir difundiendo que las remesas salvan la economía del país y que ellos son héroes nacionales.
No hablan de lo que cuesta alcanzar esas remesas. El dolor, cansancio, tristeza y, en muchas ocasiones, una gran depresión que sólo el trabajo y el alcohol la hacen llevadera, en un país donde no valemos por lo que somos, sino por lo que producimos. Disfrutar y sentirse libre es un lujo que dista mucho de la realidad. Ciudades como Nueva York y Los Ángeles, que al ser santuarios la vida de los sin papeles es un poco más llevadera. No obstante, existen otras regiones de EU que todos los días los criminalizan, haciendo que la vida se vuelva más compleja para todos ellos.
Las cosas se complican con factores como las expectativas. Eso lo sabe muy bien la comunidad totonaca de Filomeno Mata, Veracruz, que han tenido que enterrar a cinco de los suyos en menos de seis meses. Todos varones indígenas jóvenes que salen de sus hogares con sueños y haciendo miles de promesas, que van desde una nueva casa hasta conseguir aquel carro que desean. Muchas de estas ideas son reproducidas por lo que ven en redes sociales, por otros paisanos de su comunidad que ya están en EU. Ellos no saben que todas las personas, mostramos lo que nos interesa. Dan por hecho que al pisar suelo estadunidense fortuna y fama se darán de forma automática. El pago de los préstamos que solicitaron para cruzar la frontera se hace impagable, con intereses que llegan hasta 100 por ciento.
Lo más triste es que los prestamistas son de su misma comunidad. No existe argumento válido para no pagar; se vuelve una cuestión de honor. Por ello, al encontrarse acorralados y sin un empleo bien remunerado, prefieren desaparecer en los vicios y muchas veces en los suicidios.
Al contrario de lo que parece, existen casos de éxitos donde el factor decisivo es el apoyo comunitario. Es el caso de San Pablo Güilá, Oaxaca, que en enero pasado se dieron a la tarea de buscar a un vecino de su pueblo. Miguel Hernández, líder comunitario de Queens y fundador del colectivo Raza Zapoteca, recibió la llamada de la señora Juana, quien le pidió buscar a su hijo Antonio. Ella se enteró, por paisanos de su pueblo, de que su hijo andaba en malos pasos y que en muchas ocasiones dormía en las calles. Doña Juana estaba desesperada. No sabía qué más hacer ante esta situación. En su angustia pensó en hablar con la familia de Miguel y pedirle que interviniera. Rebeca, hermana de Miguel, comentó lo desesperada que estaba la señora. Le pidió que lo buscará, le recordó lo duro que había sido para él y sus padres perder a un hijo en EU. Sin reparos, Miguel convocó a una reunión urgente de su comunidad en Nueva York. Les explicó la importancia de encontrar a Antonio, pues era su paisano y que ahora era él, pero después pudiera ser cualquiera de ellos. Les pidió que pegaran volantes por todo Queens, que preguntaran en los hospitales, las comisarías y en las morgues. Gracias a la ayuda de la esposa de Miguel y de su comunidad dieron con Antonio. Lo hallaron en Manhattan vagando sin rumbo. Las mujeres de la organización lo acogieron en sus hogares. La actitud de Antonio cambió. Se sintió querido y respaldado por su pueblo. Dentro de este lapso de lucidez pensó en quedarse; sin embargo, doña Juana, su madre, se negó. Ella quería a su hijo de vuelta y sabía que si se quedaba en EU, Juan podría volver a caer. Gracias al trabajo de Miguel y la Raza Zapoteca pudieron revertir el funesto destino que parecía marcado para Antonio. Ellos son el ejemplo, de cómo la articulación comunitaria puede revertir las consecuencias de las falacias del sueño americano, que ha costado y seguirá costando cientos de vidas de mexicanos.