Política
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Historia, lecciones del pasado y ausencia del futuro
E

ntender el presente en términos del pasado es una de las maneras populares en que nos posicionamos y tomamos decisiones para actuar. Incapaces de predecir el futuro y detener el presente, el pasado se vislumbra como nuestro único punto de apoyo: una suerte de atajo a la racionalidad. La historia, de este modo –al menos según algunos–, provee una serie de enseñanzas que, propiamente absorbidas, han de disipar las dudas y estimular el cambio político. El auge de la extrema derecha en los últimos años en general y la presidencia de Trump en particular, han sido dos momentos en que estos sentimientos se han condensado de manera particular. La idea de que el pasado contiene lecciones que a menudo toman forma de comparaciones históricas, prevalece en el discurso público. Esas analogías a menudo van acompañadas de terribles advertencias sobre la suerte de quienes olvidan o ignoran la historia y luego están condenados a repetirla, como reza el dictum atribuido a George Santayana.

No obstante el valor de las lecciones de la historia, nada está dado y depende de la posición filosófica respecto a la historia que uno toma, campo que oscila entre el –apócrifo– dicho de Santayana (que hablaba más bien de la diferencia de desarrollo entre bebés y adultos), hasta un −verdadero− contradictum de Otto Friedrich de que aquellos que no pueden olvidar el pasado están condenados a malinterpretarlo, que frente a los supuestos peligros de poca memoria, apunta más bien a los peligros de su exceso.

Así el reivindicado dictum, a menudo por el primer grupo, existente desde la antigüedad y atribuido al Cicerón de la historia como maestra de la vida –“historia, magistra vitae”− que sirve como mandamiento de ir aprendiendo las lecciones del pasado y no olvidarlo, está lejos de ser aceptado universalmente. Como observaba, por ejemplo, Tony Judt en las últimas décadas: “nos hemos vuelto extremadamente hábiles en enseñar las ‘lecciones de la historia’, pero bastante malos en enseñar la historia real” (sic). Para Reinhart Koselleck, cuya obra descansa en la tesis de la ineludible pluralidad y plurivocidad de la experiencia histórica, la memoria histórica y la historiografía son lugares de una perpetua reinterpretación y conflicto, no de lecciones. Haciendo énfasis en la evolución de la noción de la historia como magistra vitae, Koselleck prefería verla como secuencia de acontecimientos singulares e irrepetibles que no constituyen ningún modelo y del cual no se puede sacar ninguna conclusión para el futuro. Si bien cierta recurrencia existe, el dilema del historiador y de todos que pretendemos aprender algo de la historia es encontrar estas repeticiones y aislarlas, aunque al final, según él, lo único que enseña la historia es que no enseña nada.

Inspirado precisamente por el escepticismo de Koselleck, Enzo Traverso apunta que sacar las lecciones del pasado es necesario e indispensable, pero que esto no nos inmuniza y en sí mismo no constituye la solución a ningún problema: basta pensar en los países de migrantes poseídos por la xenofobia o los arrasados por la dictaduras sumergidos en su apología. Nuevas generaciones se enfrentan a nuevos problemas, y el hecho de conocer la historia no es ninguna garantía de saber enfrentarlos (como en el caso del auge de la extrema derecha). El conocimiento del pasado es necesario, pero eso no debe limitarse al apego irreflexivo de que “la historia es magistra vitae”, que no es ningún garante de nada, por lo que tratar a la historia como medio para la interpretación y la transformación del presente y el futuro es una tarea engañosa. Para Traverso, se trata de una ilusión, ya que no es suficiente conocer el pasado para no repetir sus errores, aunque la ignorancia tampoco es la solución: “el problema es cómo ‘elaborar el pasado’, que no es lo mismo que conocerlo”.

Si bien comprender el pasado, construir un discurso crítico sobre él y extraer las lecciones de él, es el oficio del historiador, las lecciones del pasado, según Traverso, pueden entenderse de diferentes maneras y las representaciones e interpretaciones cambian en cada época y según las coordenadas políticas. Hoy en día con la política carente de cualquier utopía o visión del futuro y el mundo desprovisto de cualquier horizonte de expectativas (Erwartunghorizon) del cual escribía Koselleck, la único guía, ante el vacío dejado por el comunismo y el anticolonialismo con sus visiones emancipatorias de un futuro diferente, parece ser precisamente la historia reactivada, omnipresente y centrada en las lecciones y las analogías que mucho tienen que decir sobre las maneras en que, supuestamente, Trump por ejemplo se asemeja a Hitler (sic), pero nada sobre las alternativas al imperialismo, al mercado y al capitalismo. Y el modelo de aprender de ella es la misma –enraizada en la Ilustración y conectada con la idea del progreso–, concepción lineal y acumulativa de la historia, criticada famosamente por Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia (1940). Frente a esto, Traverso propone recuperar el concepto de la reactivación o el retorno del pasado como relámpago, del que hablaba Benjamin: los momentos en que, en algunas circunstancias históricas, el pasado regresa cuando cierta memoria colectiva puede ser activada a través de la acción conjunta, sirviendo precisamente como una suerte de lecciones de la historia, pero muy otras de las que se suele hablar.