uando el gobierno de la Cuarta Transformación tomó las riendas de la conducción económica del país, en ese momento México era la economía número 15 a nivel mundial y la nueva versión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte entraba en operación bajo el nombre de T-MEC. Su contenido reflejaba las preocupaciones de los gobiernos de Estados Unidos y México: por la parte estadunidense, la alerta por el conflicto comercial con China que se tradujo en mayores condicionamientos para la industria automotriz –la cual fue el pivote de la integración económica durante el TLCAN– y, por la parte mexicana, la necesidad de establecer un marco soberano en el sector de la energía. Estos dos temas eran los de mayor relevancia desde el punto de vista geoestratégico. Así como el TLCAN había nacido y caminado durante 24 años con el beneplácito de los dogmas neoliberales compartidos, el T-MEC, por el contrario, era un acuerdo bajo sospecha por la parte hegemónica a causa de un socio que ya no lanzaba los tradicionales gestos amistosos hacia el mercado
.
Sin embargo, para México estaba clara la decisión de mantener y profundizar un estatus de pertenencia al espacio económico de Norteamérica y por eso la llegada de los flujos de inversión extranjera estaba fuera de cuestionamiento. Se trataba de establecer un nuevo modelo de desarrollo posneoliberal sin romper los lazos con la globalización representada por las corrientes de inversión foránea. Al avanzar el sexenio, nuevos acontecimientos subieron la temperatura del T-MEC como síntoma del giro geopolítico que se cocinaba. Por una parte, se llevó a cabo una transformación de la política salarial que rompió con el freno de tres décadas al ingreso de los trabajadores y dio inicio a la recuperación de los salarios mínimos; por otra, se rompió la estructura jurídica que permitió la existencia de prácticas antidemocráticas en el mundo sindical –esto último, cabe recordar, formaba parte de los nuevos condicionamientos del sindicalismo de Estados Unidos en el corpus del T-MEC–. Estos dos procesos vulneraban el atractivo histórico que tenía México como fuente de trabajo barato para las empresas foráneas, un mecanismo mantenido desde el inaugurado TLCAN en 1994 y que se había constituido como una ventaja comparativa estática en nuestra inserción en la economía internacional.
Recobrar el salario se acompañó de otras recuperaciones del espectro de la olvidada soberanía, como la ejecución de la nueva política eléctrica, cuyo aspecto más cuestionado –y combatido por el Poder Judicial trasnacionalizado– ha sido la cuota de mercado mayoritario para la Comisión Federal de Electricidad. Aunado a esto, la decisión de no permitir concesiones nuevas en la minería y la nacionalización del litio, rematando con la controvertida decisión soberana en materia del derecho a la alimentación y la prohibición de importar maíz transgénico. En la exhaustiva política territorial que siguió la 4T, sobresale el corredor del Istmo que cambia el papel de México en la geografía de la logística mundial.
Hoy México es la economía en el lugar 12 a nivel global, se ha equiparado con China como socio de Estados Unidos y la inversión extranjera ha alcanzado niveles históricos a pesar del derrumbe económico momentáneo que trajo consigo la crisis sanitaria. Son resultados de una nueva política del desarrollo que rompe el esquema extractivista con el que fuimos actores pasivos de la globalización.
El gobierno de López Obrador llega a su fin y la distancia permite reconocer el giro radical de México en la arena geopolítica, mediante acciones económicas que retaron el marco establecido de sumisión a los intereses hegemónicos. Recién inician su camino legislativo las reformas constitucionales que detienen de modo definitivo la comercialización de maíz transgénico y que evitan la prevalencia en el mercado eléctrico de las empresas privadas. Ninguna de estas dos medidas es amigable para los intereses de Estados Unidos y van a generar reclamos subidos de tono, aunque el momento candente será en la futura negociación del T-MEC, que va a enfrentar a dos socios con disparidad de fuerzas pero, por primera vez, con las mismas convicciones sobre sus propias necesidades nacionales. El giro geopolítico nos lleva a un escenario con nuevos riesgos en la relación bilateral, dejando atrás una sumisión que era más fácil de gestionar.