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Zacatlán de los grandes relojes
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odo comenzó durante las apacibles tardes de 1909 en la granja Coyotepec, en las afueras de Zaca-tlán, Puebla, cuando un chamaco de 17 años, dado a reparar dispositivos y aparatos, llamado Alberto Olvera Hernández, fabricó un gran reloj para la granja familiar. Lo alarmante es que se siguió sin que nadie en su sano juicio lo detuviera hasta poblar Zacatlán y el rumbo con grandes relojes de manecillas que asoman la guadaña del minutero por lo alto, o bajo suelo con el mecanismo desnudo que nos permiten ver cómo se fabrican los segundos entre dientes de engrane. Así, un lugar de niebla y manzanas hace un siglo se dio a la tarea de hacer público el paso del tiempo, visible como el sol que sale para todos.

Que si El Niño, que si La Niña, pasó la peor sequía en siglos y el cielo de Zacatlán al fin hace lo que mejor le sale: llover. De aquí a fin de año, comenta una vendedora callejera de quelites y flores comestibles. La gente parece habituada a los aguaceros y a los carillones del tiempo. Quién sabe si la población es puntual, pero más allá de que cada quien cargue el chip a que tiene derecho, cronometrándolo por el celular, la muñeca o el cerebelo, Zacatlán y sus alrededores exhiben incontables carátulas vivas que dan la hora con perfección artesanal. Su influjo ha llegado lejos. El tic tac de Zacatlán suena en muchas ciudades de México y el mundo.

Este peculiar sueño suizo gira en torno a las marcas Centenario y Olvera. En su sitio web, aquella se presenta como la primera fábrica de Relojes Monumentales de América Latina. Fundada en 1921 al calor del primer centenario de la Independencia, hasta 2023 la empresa familiar había fabricado más de 12 mil relojes, instalados en iglesias, palacios municipales, escuelas parques y edificios de gobierno, torres, centros comerciales, hoteles, esquinas céntricas. Hemos restaurado y automatizado más de 2 mil 500 Relojes Monumentales de origen europeo, añade, pues ofrece servicios de reparación de dichos mecanismos. El primer reloj comercial del joven Alberto se instaló en la iglesia de Santiago Apóstol, en la vecina ciudad de Chignahuapan, en 1919. Su construcción le tomó un año, y hoy sigue funcionando.

Los relojes Centenario engalanan sitios señalados del país, además de miles de hogares y oficinas. El chiste es que no hay dos piezas iguales, y todas funcionan puntualmente. El Parque Hundido de Insurgentes Sur, en la capital mexicana, ostenta un reloj floral suyo, parecido al que adorna con dos caras el centro de Zacatlán, aunque el de la Ciudad de México es mayor, uno de los más grandes del mundo, con 10 metros de diámetro en un espacio de 72 metros cuadrados. Hay que regarlo como jardín y afinarlo como a un piano.

En otras locaciones emiten campanadas o alguna tonada regional: en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, hace sonar Las chiapanecas y el vals favorito Tux-tla. En Torreón, Coahuila, cada hora se escucha La Filomena, y en Santa Bárbara, Chihuahua, Amor perdido, un clásico de los mineros.

Su frase publicitaria es Relojes Centenario, un siglo midiendo el tiempo. En el kiosco de Zacatlán marca la hora un hermoso reloj bajo el suelo cubierto por un resistente cristal que permite caminarle encima y admirar la maquinaria en marcha parsimoniosa. Una pieza similar se localiza en el suelo de la tienda Olvera III Generación, derivada de la firma original, donde se ofrecen múltiples modelos de pared, piso y techo. Ya hasta la humilde casa de ustedes cuelga un reloj suyo, línea económica, de plástico, donde cuatro gatos negros asoman tras el disco amarillo que adorna la sala.

Esta tercera generación se ufana de haber instalado relojes en 17 países y de creaciones como el proyecto Molino de Sangre, de nueve metros, construido en madera para Documenta 14, en Kassel, y el carrillón mecánico de una tonelada con la melodía A la mina no voy, para la feria de arte de Basilea.

En cuanto a Chignahuapan, allí cerca, encontramos sorpresas adicionales, además del reloj Centenario más antiguo del mundo en su plaza central. Tierra natal del inolvidable patiño del tieso Viruta, el comediante Gaspar Henaine, Capulina, el rey del humorismo blanco, a quien recuerda una estatua en bronce de tamaño natural también en el jardín central, Chignahuapan se proclama santuario del axolote, ya que cuenta con una especie local del amblistoma en una laguna cercana. A cargo de la familia Carbajal Gamiño, el modesto Museo Mexicano del Axolote (Mumax) permite contemplar a esa trunca salamandra y enterarse de que el paisajista José María Velasco descubrió cierta especie de axolote (pues existen varias), bautizada en su honor Ambystoma velasci desde 1888. El galerón adaptado que acoge al Mumax tiene un aire de circo y centro cultural alternativo para la exhibición de estos adolescentes eternos, inmunes a la metamorfosis de la salamandra tigrina, su pariente cercana.

Pero lo inquietante de Chignahuapan es el contrarreloj en el vestíbulo de la presidencia municipal, que camina en sentido opuesto. ¿Un gesto de rebeldía contra la precisión mecánica de lo temporal? ¿Broma? ¿Alarde técnico? ¿Se volvió loco el relojero?