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El oficio de tinieblas
E

n 1971 frente al presidente Luis Echeverría no dudó en señalar en un discurso memorable, que no es equitativo que en una pareja uno sea dueño de su cuerpo y disponga de él como le dé la gana, mientras el otro reserva el suyo no para sus propios fines, sino para que en él se cumplan procesos ajenos a su voluntad.

Esos conceptos que ahora nos parecen obvios no eran tanto en una de las etapas más brutales del Estado patriarcal del México moderno. Echeverría había sido el responsable de la política interior, como secretario de Gobernación, cuando la matanza de 1968, y era el responsable del halconazo y del inicio de la guerra sucia siendo ya presidente. Fue el Ejecutivo de la simulación radical. Su lema político fue arriba y adelante, aunque a los disidentes los arrojaran vivos atados de pies y manos al mar. Así de inclusivos fueron su mano extendida y su diálogo.

Y no es equitativo –decía Rosario frente a la plana mayor de la clase política reunida en el Museo de Antropología aquel 15 de febrero– “que uno de los dos que forman la pareja dé todo y no aspire a recibir nada a cambio. No es equitativo –así que no es legítimo– que uno tenga la oportunidad de formarse intelectualmente y al otro no le quede más alternativa que la de permanecer sumido en la ignorancia. No es equitativo –y por lo mismo no es legítimo– que uno encuentre en el trabajo no sólo una fuente de riqueza, sino también la alegría de sentirse útil, partícipe de la vida comunitaria, realizado a través de una obra, mientras el otro cumple con una labor que no amerita remuneración y que apenas atenúa la vivencia de superfluidad y de aislamiento que se sufre; una labor que, por su misma índole perecedera, no se puede dar nunca por hecha. No es equitativo –y contraría el espíritu de la ley– que uno tenga toda la libertad de movimientos, mientras el otro está reducido a la parálisis”.

El discurso fue una bomba, y quizá fue un catalizador de las filias y las fobias que todo creador provoca.

José Joaquín Blanco la calificó de plañidera, religiosa y doméstica, y Octavio Paz la destinó al sótano del ninguneo al dedicarle de refilón apenas dos o tres líneas. Monsiváis no cayó en el fácilismo y reconoció que en Rosario Castellanos se extinguió la literatura femenina y se inició la literatura de la mujer mexicana.

No supimos leerla, se lamentó José Emilio Pacheco tres años después al enterarse de su muerte: nadie entre nosotros, dijo, tuvo una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer ni de mexicana.

Rosario Castellanos fue, y sigue siendo, la escritora del sur profundo, y una de las principales precursoras del feminismo en México. Y en efecto, no la hemos leído bien, como a otras escritoras que fueron amigas suyas, como Guadalupe Dueñas o Dolores Castro.

A Elena Poniatowska, Marta Lamas, Beatriz Espejo y Sara Uribe debemos lecturas atentas de la obra de Castellanos. Antes de ella, nadie, sino Sor Juana, se entregó realmente a su vocación, señala Poniatowska. “Ninguna vivió para escribir. Rosario es fielmente eso: una creadora… sus libros –poesía y prosa– son el diario de su vida… Supo que escribir era su oficio, pero desde un principio vivió su doble condición: mujer y mexicana, mujer y latinoamericana, mujer y marginada”.

Marta Lamas compara su poética con la de Virginia Woolf: sus novelas no son rolludas, ni panfletarias: exhiben las heridas, los dolores de las personas. Me dice que fue una adelantada en el feminismo, pues nos mostró en su literatura y obra periodística “los mandatos de género; las ideas que en la cultura dicen ‘esto es lo propio de los hombres y aquello lo propio de las mujeres’, la feminidad y la masculinidad”. Creía que había otra forma de ser mujer.

Lluvioso fue el día de su sepelio. Emilio Carballido permaneció impávido bajo la lluvia hasta que cayó la última paletada de tierra, mientras la poeta Alcira Soust Scaffo repartía poemas de Rosario impresos en mimeógrafo.

Alegra que a 50 años de su muerte, que se cumplen mañana, empiecen a circular en forma de libro sus artículos periodísticos reunidos por Andrea Reyes con el sello del Fondo de Cultura Económica. Esa edición nos permitirá tener una idea más clara de su pensamiento al igual que la aproximación más reciente que ha hecho de ella Sara Uribe.

No hemos leído bien a Rosario Castellanos. Deberíamos empezar a hacerlo.