n la primera y más antigua justificación de los Juegos Olímpicos modernos (Pierre de Coubertin, 1894), su propósito era reunir a los atletas más avezados del mundo en un estadio cuyo público coinciliara a la humanidad. Una inocencia que habría asombrado al propio Kant. La gesta debería mostrar la incrédula capacidad des esa indócil (y siempre divisiva ) metáfora para congregar a las naciones en aras de fraternizar y competir a un mismo tiempo. Una suerte de festín deportivo que sirviera para animar la extenuada credulidad de la utopía más escéptica de la Ilustración.
El año 1936 fue decisivo en su historia. Por primera vez, el Tercer Reich se dispuso a utilizar la oportunidad que ofrecen los juegos para capitalizar su espectáculo como aparador global de la glorificación nacional. Ya no se trataba simplemente de congregar como público a la humanidad; ahora se pretendía hacer que un Estado sobresaliera ante su mirada. Se construyó una titánica Ciudad Olímpica; la dimensión de los estadios adquirió su actual aura monumental; se ampliaron y adecuaron avenidas, parques y paseos. El arte cinematográfico de Leni Riefenstal habría de documentar la laboriosidad de los obreros alemanes, la destreza de sus ingenieros, la militar disciplina de su sociedad. Llegaron las delgaciones y, con ellas, el turismo; Berlín –ya desgarrado por la violencia fascista– debería aparecer como un rincón idílico; no sin antes esconder bajo el tapete a judíos, gitanos y gays –en los valores del Reich, éstos no pertencían a la humanidad–. Pero las paradojas de la historia llegan por la senda –en este caso, por la pista– más inesperada. Bastaron 10.3 segundos (el récord mundial de aquel entonces en la competencia de 100 metros planos) para que Jesse Owens, el atleta negro estadunidense, hiciera fracasar a esa orgia de blanquitud (y superioridad) racial, tan sencillo como desinflar al majestuoso zepelín con la punta de un alfiler.
Desde entonces, los juegos se han convertido en uno de los mayores teatros en los que se dirimen los centros de la politicidad contemporánea. Finalmente, se trata de una de las raras ocasiones en que el mundo parece paralizarse durante unas cuantas semanas y, de manera concentrada efectivamente observa. Si existe la sociedad del espectáculo
, las olimpiadas son, sin duda, uno de sus centros. Y no hay quien evada la tentación o la posibilidad de capitalizar la oportunidad. En 1968, los estudiantes mexicanos supieron hacerlo con mucha destreza. En 1988, el movimiento por la democratización en Corea del Sur logró deshacerse de la dictadura militar. En 2016, horas antes de la inauguración de las olimpiadas en Río de Janeiro, las protestas de meses contra la violencia y la seguridad no cedían. Sólo por mencionar algunos casos notables.
En 2024, París no podía faltar a esta otra cita que conjuga al espectáculo con las tensiones de la políticidad –ahora global–. Quienes idearon el espectáculo de la inauguración decidieron hacer llegar a las delegaciones deportivas no al estadio central, sino a través de la ciudad. No un desfile a pie, sino una parada acuática a lo largo del río Sena que zigzaguea a través de la urbe. Es costumbre que los anfitriones recurran a sus estereotipos nacionales –las signaturas propias en el mercado mundial de los símbolos– para acentuar su identidad. En París, no podía faltar alguna alusión a la moda. Sólo que a un lado de la pasarela, en calidad de una metáfora del público, los asientos estaban ocupados por algunas de las drag queens más célebres de Francia. Casi horas después de concluido el espectáculo, la Conferencia Episcopal Francesa acusó a los organizadores de incluir escenas de burla y mofa al cristianismo
. Al principio no se sabía de qué escenas se trataba, hasta que representantes del partido de Jean Marie Le Pen se encargaron de especificar: “Poner a drag queens en el lugar de la Última Cena no sólo es un insulto moral, es un crimen público”. Rápidamente, a las protestas se sumaron el sátrapa Recep Erdogan, presidente de Turquía, y el ayatolá Ali Jamenei, los cuales presiden los regímenes más opresivos concebibles en términos de derechos de género y de la mujer. Ahora autonombrados protectores de la santidad de Cristo que es tan relevante para el Corán
. La lista se volvió imparable: Voz, Fratelli d’Italia, la Ligue du Nord… Y, por supuesto, no podía faltar Trump.
Por más que los organizadores quiseron explicar que no se trataba de ninguna metáfora sobre la Última Cena –sólo se representaba a una festividad de Dionisio, la deidad griega–, ya nadie escuchó. La avalancha de esta sagrada familia contra el mundo de la diversidad de géneros se volvió estridente. La guerra contra el género –como la ha definido Judith Butler– lleva años como estadarte central de la ultraderecha. Al igual que el ataque contra la teoría crítica de la etnicidad, que defiende tan brillantemente Cornell West. ¿Por qué? En la inauguración olímpica, la escena era perfecta para convertirla en una cruzada mundial.