e las películas que actualmente exhibe el 43 Foro Internacional de Cine, Samsara (2023), la creación más reciente del realizador gallego Lois Patiño, es, junto con Eureka (2023), del argentino Lisandro Alonso, la experiencia sensorial más radical a que son convidados los espectadores. Lo que en ella se propone es una inmersión, en lo posible total, en el concepto budista de la transmigración de las almas después de la muerte. El asunto no es nuevo para el también realizador de Luna roja (2020), cautivador relato de fantasmas filmado durante la pandemia por covid-19, para quien uno de los retos de la experimentación fílmica ha sido aprender, a través del lenguaje audiovisual, algo del misterio que supone una hipotética rencarnación de los cuerpos. Su manera de imaginarlo en esta nueva cinta, híbrido de ficción y documental, es atractiva. En ella, un monje tibetano se desplaza hasta el hogar de una anciana moribunda, quien en apego a las creencias del budismo tántrico, sólo aspira a tener un final tranquilo y una buena rencarnación. Para suavizar ese desenlace próximo, el joven Amid (Amid Keomany) le lee pasajes del Bardo Thodol, mejor conocido como Libro tibetano de los muertos, donde se describe la manera idónea de transitar de la muerte hacia una nueva existencia, según el ciclo de vida, muerte y rencarnación conocido como Samsara.
En el largometraje claramente dividido en dos partes –la primera situada en Laos, la segunda en Zanzíbar, archipiélago de Tanzania–, se describen dos tipos de faenas cotidianas. Por un lado, la rutina de monjes tibetanos muy jóvenes que se apartan del estereotipo de su pretendida reclusión y alejamiento del mundo, manifestando curiosidad por las posibles ventajas de la vida moderna. En ese deseo no se percibe en absoluto una falta de apego a las creencias ancestrales, sólo el deseo de volverlas compatibles con apetitos nuevos de cambio y afirmación individual. Por el otro, la labor de pescadores en las costas de Zanzíbar y su tarea de recolección de algas. De un extremo asiático a una exuberante costa africana, la migración espiritual de la anciana se cumple con su anhelada rencarnación en un pequeño animal, una cabra que la niña Mariam (Mariam Vuaa Mtego) adopta de inmediato, dándole como nombre Neema, para luego verla enfrentar vicisitudes insospechadas.
Para mejor marcar el contraste entre las dos culturas aludidas, y también algunas coincidencias, el director toma la decisión de filmar cada una de las partes con dos cinefotógrafos distintos (Mauro Arce para Laos, Jessica Sarah Rinland para Zanzíbar). Las apuestas estéticas de ambos se revelan sorprendentes. No tanto, sin embargo, como la mayor apuesta narrativa del cineasta: ilustrar el tránsito de una muerte a la rencarnación –el Bardo al que aludía González Iñárritu en su cinta homónima–, a través de una simple pantalla en negro. Unos letreros proponen al espectador, a mitad de la cinta, mantener cerrados los ojos durante 10 minutos que semejan una eternidad, dejando que sólo los destellos luminosos y multicromáticos que llegan a invadir la pantalla oscura, se le insinúen a través de los párpados. Para una parte del público, la experiencia podrá parecer insustancial o pretenciosa; para otros, será tal vez toda una revelación sensorial. La idea es que al cabo de ese trance de simulación participativa, se comprenda el significado del itinerario metafísico que supone el Samsara. La arriesgada apuesta artística de Patiño terminó siendo uno de sus mayores aciertos, obteniendo la cinta española el premio especial del jurado en el 73 Festival Internacional de Cine de Berlín.
Se exhibe en el Foro Internacional de Cine. Cineteca Nacional Xoco: sala 8, a las 14 y 18:30 horas.