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El dilema de la imagen
D

emocracia o dictadura, república o reino, del primero o del tercer mundo, sea cual sea el continente, del norte o del sur, occidental o país del Este, la preocupación es la misma cuando se tiene la sede de los Juegos Olímpicos: la Imagen, sí, la Imagen con mayúscula. Nada inquieta más a las autoridades de un país que va a recibir la visita de deportistas y dirigentes de todo el planeta, o casi, que la imagen que se llevarán de la nación los indiscretos visitantes.

El placer colectivo de obtener la sede olímpica permite olvidar las vicisitudes que significa recibir a las 7 o 10 mil personas que forman el personal de esta competencia mundial. Sin contar reporteros y comentadores de la prensa de una gran parte del planeta. El orgullo, o más bien la vanidad, sirve de velo y enmascara la voracidad del fenómeno que reclamará la satisfacción de sus numerosas necesidades.

Aunque entre brumas, todavía recuerdo los gritos de alegría y los numerosos brindis de los adultos para celebrar el anuncio del presidente de entonces, Adolfo López Mateos, sobre el triunfo que significaba obtener esa sede que haría de México, durante algunas semanas, el centro de atracción del mundo, atracción más fuerte que la de la gravedad terrestre. Entre los ¡Vivas! a México, ni quien pensara en los gastos que iban a necesitar las instalaciones indispensables para este acontecimiento. Pero el optimismo era grande y podía soportar gastos, que serían altamente remunerados con la asistencia de un público extranjero. Tan seguros estaban autoridades, organizadores y buena parte del público de todos estos beneficios futuros que se inventaron actividades paralelas a la construcción de la Villa Olímpica, una piscina gigante, estadios y otras construcciones, con la buena intención de hacer colaborar en esta magnífica empresa a los artistas. Así, se invitó a escultores a adornar con sus obras la llamada Ruta de la Amistad. Todo era ganancia: incluso se creaba empleo.

México estaba listo, o casi, para recibir a los invitados del mundo entero con dignidad, esta palabra que encanta a los políticos y parece removerles las entrañas debido a un cólico emocional.

La imagen de México que se llevarían los extranjeros sería ideal. Un solo nubarrón oscurecía la radiante perspectiva de los Juegos Olímpicos: mítines y manifestaciones estudiantiles. Por las buenas o por las malas, iban a calmarse. La trágica represión del 2 de octubre, con que quiso ocultarse el descontento, sólo enturbió la imagen idílica que deseaba darse.

Todo, incluso el crimen en nombre de la imagen.

El problema es que no existe un solo país, a lo largo y ancho del globo terrestre, que no tenga algo qué ocultar. Aquí el racismo, allá la miseria, acullá la dictadura, más allá las castas, ahí los presos políticos, en otros lados la discriminación femenina o la persecución de homosexuales. Y los representantes del comité olímpico exigen una situación estable y dichosa del país elegido. Y, para dar esta imagen, no queda sino suprimir revoltosos, callar descontentos, establecer el orden cueste lo que cueste. De ahí las diversas formas de represión que anteceden los Juegos Olímpicos en las felices ciudades ganadoras de la sede de los juegos.

Hoy día, en Francia, vuelvo a vivir ese estado de paranoia gubernamental que tiembla ante la menor sospecha de una desaventura durante los juegos. Así, por medida de precaución, se han cerrado las vías de acceso a sitios donde se desarrollarán las actividades deportivas. Militares armados se pasean por la calle. Alrededor de mi casa no pasa ningún vehículo y los habitantes de los edificios junto a los muelles necesitan justificar su dirección. Los comerciantes, que tantas ganancias esperaban, cierran sus tiendas sin clientes.

Mi barrio parece hoy un pueblo fantasma.

El sueño se acabó. Dream is over, cantaban los muchachos después del 68. La realidad de las esperanzas no es siempre la soñada.

Pero la imagen está a salvo.

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