Opinión
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Kafka y la trumpificación de Joe Biden
J

orge Luis Borges, en un breve texto, Kafka y sus precursores (1951), escribió famosamente que el autor de La metamorfosis creó a sus propios precursores y toda una tradición compuesta por autores que lo precedieron, algunos de los que ni siquiera conocía. El hecho de que se los podía ver como conectados no se debía, según Borges, a que hayan influido en su obra, sino a que esta misma −particular y original en muchos aspectos− nos permitió apreciar varias conexiones y características en otros escritores que sin ella hubieran permanecido invisibles. No quiero sonar mecanicista y pontificar que cada político crea a sus propios precursores. De hecho, hay toda una legión de expertos que, desde hace años, y a base de una lógica parecida, asegura que uno de los principales precursores de Trump es Hitler (y como prueba apuntan, entre otros, a que Trump solía leer, supuestamente, sus discursos). Visto desde la política y la historia −y no desde el campo literario−, este tipo de análisis es bastante estéril. Pero observando en las últimas semanas a Joe Biden demostrando un comportamiento e idiosincrasias que solíamos asociar con Trump: arrogancia, narcisismo, excesiva irritabilidad, etcétera, encontré tentador pensar que Biden, aunque podría sonar absurdo (¿qué fue primero, el huevo o la gallina?) hizo de Trump uno de sus precursores. O que, quizás, el mismo Biden, que al final lleva mucho más tiempo en la política, ha sido en ciertos aspectos, que hasta ahora han estado ocultos, el precursor de Trump, un Trump antes de Trump que hoy, ante nuestros ojos, vuelve a su tradición, transformándose en él.

La trumpificación empezó en vivo durante el desastroso debate presidencial en el que Biden se veía luchando por unir dos sentencias. Por años pensábamos en Trump como incoherente y demente −algo que lo descalificaba de la presidencia−, pero ahora Biden se mostró aún más incoherente y aún más incapaz. Al día siguiente, dado que, según sus colaboradores, todo fue la culpa de un resfrío, del mal maquillaje y las luces en el estudio que lo hicieron aparecer más viejo (sic) y más pálido, Biden apareció con una densa capa del bronceador, a pesar de que por años Trump ha sido objeto de interminables burlas por ser naranja. Cuando sonaron las primeras voces de que se haga a un lado, Biden arremetió violentamente –igual, como solía hacer Trump− en contra de las élites y la prensa mentirosa. Cuando George Clooney lo llamó a que, por su edad, diera chance a un candidato más joven, Biden −entrando en una competencia machista típicamente trumpiana−, espetó “que él tiene mejor ‘rendimiento’ que Clooney”. En varias entrevistas, con megalomanía y petulancia dignas de Trump, aseguraba que sólo él y únicamente él es capaz de ganar en noviembre y que sólo Dios todopoderoso podía hacer que cambiara de idea.

En todo esto se rodeó únicamente de los incondicionales y la familia, con su hermana, esposa e hijo (condenado recientemente por un delito grave), en calidad de sus asesores, convirtiendo la política −muy al estilo de Trump−, en una intriga palaciega y a sus seguidores en un equivalente de los miembros del culto trumpista.

En 2020 esta mímesis con Trump no parecía tan obvia. De hecho, lo contrario parecía ser cierto: Biden ganó esencialmente porque no era Trump, sino alguien que iba devolver el espíritu de la decencia a la oficina, más allá del ego e intereses personales de su ocupante. El mismo Trump lo hizo, paradójicamente, ver menos Trump a lo que contribuyeron también los estragos de la pandemia que escondieron a Biden del escrutinio público y ocultaron sus viejos patrones precursores trumpistas, visibles, por ejemplo, según los que se acuerdan, en su primer y fugaz intento de perseguir la presidencia a finales de los años 80. Si bien Biden continuó muchas de las políticas de Trump, el giro reciente en el que todo empezó a revolverse en torno a él, no al país a su gente, era aún más trumpiano. Biden y su camarilla empezaron a tratar al partido y a los votantes demócratas igual que Trump a los republicanos, forzando sus intereses hasta salirse con la suya, negando las encuestas y atacando a todos que no piensan igual y no se alinean detrás del Líder como traidores y desleales, demagogia e insultos sacados directamente del vocabulario de su predecesor.

Hasta ahora la principal estrategia de relección de Biden, en ausencia de cualquier programa político o visión para el futuro, ha sido igual no ser Trump y apostar al miedo. Pero ahora se ve que su plan era tal vez incluso más astuto y consistía en querer derrotar a Trump volviéndose Trump y transformando su obra, igual que Trump, en un proyecto construido sobre sus agravios y ambiciones personales, la mutación que nos lleva de regreso a Kafka. La metamorfosis es una historia de la repentina transfiguración de un hombre en una criatura espantosa que dificulta cada vez más la comunicación con su familia y que finalmente perece. El parecido con Biden, frágil, senil, que lucha por dejarse a entender es hasta incómodo, pero el verdadero horror de la historia es la aceptación gradual del nuevo estado del protagonista por su entorno, lo que sugiere que los seres humanos podemos normalizar las peores cosas, como la trumpificación de un político que se presentaba como –e insiste en ser– una salvación de Trump. Biden –estoy convencido–, a pesar de su autoestima arrogante, obstinación e ilusiones de grandeza, finalmente se bajará de la contienda, y será recordado por su último acto de transformación al volverse (casi) indistinguible de Trump y su era, en vez de hacerlo con dignidad y estilo.