Opinión
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Aprender a morir

Una maestra lejana

A

urora Garza Real escribe: Me parece que no acabamos de saber cómo vivir porque no acabamos de aprender a amar, a nosotros mismos ni a los otros. Y no logramos saber morir o adoptar una actitud más natural ante nuestra muerte y la de nuestros seres queridos porque no sabemos amarnos con inteligencia a nosotros mismos ni a los otros. La vida y la muerte están tan cerca la una de la otra que no podemos amar a la primera si no sabemos amar a la segunda. Por eso lo más opuesto al amor es el miedo, no el odio, que sólo es consecuencia de la ignorancia, los prejuicios, la información manipulada, los complejos y las fobias. De ahí la falta de naturalidad de la política, las religiones, la academia y los medios ante la muerte; optan por mentir y tergiversar porque no se deciden a amar. Por más que lo intentan mal disimulan su miedo, con las consecuencias que todos conocemos.

Roberto Olivera Villanueva comenta: “La vida es la gran maestra si hay capacidad de aprendizaje. No un deber ser convencional sino un ‘así soy’ y asumo las consecuencias. No cambiar al mundo, sino que el mundo no me cambie sustentado en un conocimiento de mí mismo y de una competencia atenta conmigo mismo. No ser esclavo de lo temporal sino del ahora y aquí como principio de atención. Salimos de un sufrimiento para entrar a otro y terminar en otro más porque nos falta apertura de pensamiento, de corazón y de espíritu. Somos perezosos. A los viejos se les deja a su suerte y a su muerte, pues la mayoría son incapaces de decidir por sí mismos incluso cuando sus circunstancias son atroces; el miedo con el que vivieron su existencia se recrudece. Se nos vuelve difícil ser felices por propia decisión por lo que depositamos esa felicidad en otros. Nos falta imaginación moral”.

Alguien que firma Draculitis sostiene: Son demasiados los intereses que reproduce, fomenta y multiplica la familia tradicional, por eso se le fomenta tanto, por ser la reproductora ideal de los miedos que fortalecen al medio de cualquier índole: social, cultural, económica. De ahí que nadie se quiera morir. Como vivimos una vida ajena y enajenada, con una capacidad de razonamiento casi virtual, creemos que nuestra muerte tampoco nos pertenece, como nuestra vida, que apenas nos la apropiamos realmente. Nuestra cultura impide una preparación cotidiana de nuestra muerte, tan impredecible como inevitable, por lo que temerle es ridículo.