Domingo 14 de julio de 2024, p. 19
Puerto Príncipe., Hace año y medio Philomene Dayiti tuvo que huir de las pandillas y refugiarse en una iglesia –adaptada en un campo para desplazados internos– de Puerto Príncipe. Su angustia es la de cientos de miles de haitianos en un país sometido a la violencia de las bandas armadas.
Me gustaría volver a casa, encontrar un lugar donde descansar. No puedo quedarme aquí por siempre
, dice esta mujer a la AFP.
Dayiti, de 65 años, vivía en Bas-Delmas, un municipio peligroso del área metropolitana de la capital, donde sobrevivía vendiendo productos en la calle. Cuando los enfrentamientos entre pandillas la obligaron a huir de su barrio, encontró refugio en la iglesia internacional primitiva, a las afueras de Puerto Príncipe.
El pequeño patio del lugar se ha convertido en un campamento improvisado donde se hacinan 800 personas, que guardan sus pertenencias colgadas en las paredes o en cuerdas de tender la ropa.
Como Dayiti, numerosos haitianos han abandonado sus hogares por temor a las bandas, activas desde hace años en el país y que han redoblado sus acciones desde febrero, cuando las pandillas lanzaron ataques coordinados contra puntos neurálgicos de la capital, en lo que se interpretó como una provocación contra el primer ministro de entonces, Ariel Henry, quien acabó dimitiendo y autoridades de transición asumieron el poder con una tarea monumental por delante.
Un 80 por ciento de Puerto Príncipe está en manos de las pandillas, acusadas de asesinatos, violaciones, saqueos y secuestros. Y según la Organización Internacional para las Migraciones, hay cerca de 600 mil desplazados internos en la isla.
Roberto, que vivía en una pequeña comunidad en Croix-Des-Bouquets, cerca de la capital, también encontró refugio en la iglesia.
En la mañana del 21 de enero de 2023, mientras estábamos ocupados en nuestras tareas diarias, oímos varios disparos
, cuenta este padre de dos adolescentes. “Luego vimos cómo bandidos armados invadían la zona. Nos dijeron que mantuviéramos la calma y que el barrio estaba bajo su control.
Entre balas, no es nuestro sitio
Dispararon toda la noche y cuando vimos eso, como somos buenos padres, entendimos que éste ya no era nuestro lugar
, dice.
Roberto y su familia se marcharon a escondidas sin llevarse ni ropa extra. Quisieron evitar así que los pandilleros los usaran como escudo humano en caso de operación policial, una práctica habitual según varios testigos. Destruyeron todos mis bienes. Yo tenía un coche, una tienda. Ya no tengo nada, he caído a lo más bajo
, lamenta Roberto.
El pastor de la Iglesia internacional primitiva, Meus Lotaire, reconoce que la convivencia entre desplazados no siempre es sencilla, pues exige mucho (esfuerzo) gestionar a todas estas personas (que vienen) de lugares distintos
y deben compartir un espacio limitado, asegura este hombre de 61 años. “Tenemos problemas de todo tipo, como los baños insuficientes.
Hay tantas personas aquí (...), está lleno de gente
, dice. A veces no pueden respirar
.
La oenegé Alima, con sus unidades médicas móviles, es la que les ofrece apoyo en salud, ya que varios hospitales tuvieron que cerrar o reducir sus actividades por culpa de la violencia pandillera.