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La Colt .45 y los timbres
E

n la casa no había objetos ni obras de valor, pero sí un montonal de fetiches, cuadros y cosas de importancia, definidos por la nostalgia o su simbolismo. No enumeraré aquí, sólo menciono dos: la Colt .45 de mi padre y su colección de timbres. Él era capitán del Ejército (llegaría a mayor), instructor de conscriptos en las inmediaciones del Campo Militar Número Uno, amante de la Marcha de Zacatecas y las de John Phillip Souza, los himnos nacionales y las batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial. En ocasiones señaladas, o críticas, vestía su uniforme de gala con insignias y condecoraciones. En la gorra, sobre la frente, en un botón dorado, el escudo nacional. Su arma de cargo era una Colt .45 que nos mataba de pavor y morbo. La portaba con el uniforme. La mantenía limpia, descargada, oculta en el anaquel de sus secretos dentro del clóset, en su recámara, a la par de latas de arenque alemán, nuestras medallitas de bautizo, cervezas de importación para los domingos y cosas así.

Entre los cinco y los siete años fui su mascota. Me nombró Jefe de Estado Menor de su batallón, me vistió de soldadito y pergeñó una credencial con foto que guardo todavía. En esa condición me llevaba a las prácticas de tiro de sus conscriptos y me dejaba disparar una pistolita calibre 22.

Fue coleccionista irredento de souvenires, fistoles de ópalo y ágata, ceniceros y mil chácharas de memorabilia, pero el corazón de sus aficiones (hobbies, decía él) eran los timbres. Pertenecía a la especie, hoy casi extinta, de filatelistas. Su colección de sellos postales, en carpetas de argolla y álbumes especializados con compartimentos transparentes, llenaban los cuatro anaqueles de un librero. Cada estampilla la fijaba en el país y año correspondiente con charnelas, unos papelitos ligeramente engomados y doblados similares a las sábanas transparentes para forjar. Lo suyo no eran los timbres caros (los había carísimos, de miles de dólares en el medio de la filatelia internacional), sino su variedad. No descuidaba ningún país, aun los inexistentes por entonces, como Croacia o Macedonia, y sus sellos más antiguos databan del siglo XIX. Lo mismo del imperio austrohúngaro que de Kuwait o las islas de Tonga, caracterizadas por sus timbres hermosos y grandes (sábanas). Dividía la colección en correo ordinario y vía aérea.

Coleccionaba sobres postales sellados el primer día de emisión, o en el Polo Norte, la inauguración de las Olimpiadas de Roma, el cumpleaños de la reina Isabel II. Sobres que viajaron en zepelín o transatlántico. Ignoro el valor material de aquella colección, no debía ser demasiado, pero su importancia sentimental era enorme. Practicó la filatelia desde niño, cuando mi abuelo le regaló su primer álbum. Constantemente actualizaba sus catálogos Scott, verdaderas Biblias. Los sábados emprendía conmigo excursiones semiclandestinas a la Zona Rosa y el Centro para visitar las tiendas de filatelia y numismática. Su proveedor favorito era el señor Vackimes, en la calle de Hamburgo.

Una mañana estremecedora entró a la oficina, un cuarto vasto y feo que mi abuelo, fallecido hacía no mucho, empleaba como carpintería y bodega para los aperos del jardín y el gallinero; ahora servía a mi papá de estudio y refugio de la realidad. Sintió algo raro. Habían entrado intrusos. Rateros. Los olía. Algunas cosas estaban movidas de lugar, pero no faltaba nada. Y tuvo una Corazonada. Así la llamaría siempre, con orgullo. Adivinó que le querían robar sus timbres. Esa noche, contra su costumbre, durmió con la Colt .45 en el buró, cargada. No recuerdo qué tan en serio lo tomamos.

Yo andaba en los seis o por ahí. Aún dormía con mis hermanitos en un cuarto que daba a un largo corredor que daba a las ventanas del jardín, extendido al morir mi abuelo y retirarse la cerca que separaba su huerto de nuestro patio. Ahora era un terreno largo, todavía sin columpios. Del huerto quedaba sólo un ciruelo indestructible. Durante años, esa fue mi cancha personal de futbol delirante contra rivales imaginarios.

En la oscuridad de la noche sonaron un vidrio que reventaba, un grito de mi padre y un atronador disparo (que la mitología familiar bautizó como El Plomazo). Salí al pasillo, todo jetón, con incipiente curiosidad reporteril, a ver qué pasaba. Fue la primera vez que vi un disparo a oscuras, su fogonazo. Mi papá ordenó ¡métete escuincle metiche y cierra la puerta! Alcancé a distinguir un pelado corriendo escaleras arriba sobre el jardín y huir al baldío contiguo. Otro pelado salió por la ventana de la oficina y huyó igualmente.

Esa madrugada el día comenzó antes de amanecer. Revisando el impacto de la bala en la pared, mi padre calculó que le había rozado la cabeza al pelado que aguardaba el botín. En su oficina encontró sus álbumes de timbres en pilas, atados con mecates. La conmoción duró semanas. El sentimiento de triunfo de mi jefe era total. Qué puntería. Mi madre le reprochó: Pudiste matarlo, y a ver, qué íbamos a hacer con un cadáver en el jardín con un tiro en la cabeza. Mi padre replicó tranquilamente: Ni me tembló la mano.