Opinión
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Desde donde escribo en Madrid
L

a ventana del cuarto donde escribo da a un patio de luz del edificio y diviso a la rusa rubia en su cocina, encendiendo el fuego para la marmita del té del desayuno, sus trenzas recogidas en una corona y la cara de desvelo porque ha venido a visitarla anoche el venezolano con voz de barítono que se sienta a esperar a que prepare los blinis de la cena mientras le cuenta embustes, y luego de recoger ella los platos apagan la luz y viene el silencio.

En la cocina que sigue la dueña extiende los brazos fuera de la ventana para alcanzar el tendedero, las bolsas del delantal llenas de prensadores que se pone de a dos en la boca mientras va colgando unos pantalones de azulón del marido, una camiseta del Atlético, un camisón de dormir, y entra en disputa por el uso de una de las cuerdas con el vecino, el jubilado que aún dentro de su casa lleva siempre una gorra de jockey, y dice él esa cuerda no le corresponde, y dice ella, vaya si no me corresponde, y entonces dice él, no empiece una guerra, y dice ella, joder, venga ya, con lo que a mí me gustan las guerras.

En el patio de luz contiguo, y que da por uno de sus costados al circo Price, cuando la ropa colgada se desprende aparece en el tablero de anuncios del vestíbulo el aviso se ruega al dueño de los calzones que cayeron en el patio del circo Price pasar a reclamarlos con el guarda del mismo porque de lo contrario dispondrán de ellos. También entran por la ventana las voces y las risas amortiguadas de los escolares ante las pruebas que estará haciendo el mago, serruchar por la mitad la caja donde ha metido a la mujer vestida de lentejuelas, hacerla desaparecer debajo del paño negro, siempre me digo que voy a ir una de esas funciones, sólo es bajar en el ascensor los cinco pisos y ya estoy en la puerta del circo, pero ya van tres años, un circo fijo como el famoso circo de Moscú, antes hubo allí una fábrica de galletas, y hasta esta ventana habrán llegado olores de vainilla y anís.

Los circos en mi memoria son andariegos, arman los tinglados en un baldío y los que llegaban a mi pueblo algunos no tenían ni carpa, sólo un redondel de lona a través de la que transparentaban las siluetas de los espectadores sentados en los tramos de la galería, contrataban a mi tío Carlos José con su clarinete con el que punteaba la entrada de los payasos, Gustavo Blanco con el redoblante, un niño con los platillos, y a cielo abierto se veía volar a los trapecistas ejecutando el salto de la muerte antecedido por el crescendo del redoblante y marcado por el estallar de los platillos, payasos, malabaristas, domadores, equilibristas, no es que durmieran en esos remolques que se ven en las películas de circo, alquilaban entre todos una casa vacía y salían a las calles como seres de otro mundo, un día entró uno de ellos a la tienda de mi padre a comprar cigarrillos y estaba la Mercedes Alborada sacando brillo al piso con el lampazo, su hijito andando a gatas tras ella, y el hombre, que debió haber sido uno de los payasos, sin la cara pintada cómo podía saberse, le dijo, señora, me vende a ese niño para echárselo al león de almuerzo, y ella como un rayo dejó el lampazo y enardecida agarró el cuchillo de partir el queso en pedazos de una libra, media libra y cuatro onzas y se abalanzó sobre el payaso o lo que fuera que haya sido que si no acierta a dar un salto hacia atrás lo degüella allí mismo.

En lo que estábamos, bajar en el ascensor y ya estoy en la puerta del circo, pero el caso es que en ese ascensor se quedó encerrado el venezolano hace poco y tuvo que esperar una hora mientras la compañía de mantenimiento enviaba a rescatarlo, la rusa de las trenzas en corona sentada en las gradas de la escalera consolándolo, el ascensor entrampado a medio camino entre el tercero y el cuarto piso, y la voz de barítono, como desde el fondo de un pozo, diciendo que de esas situaciones mejor reírse, pero nada de aquella su risa sonora mientras esperaba los blinis, más bien acobardado, aquí adentro hace calor como en Maracaibo, compadre, ¿crees, Ekaterina, que vendrán pronto?, y ella, asomándose al pozo, el móvil en la mano, vienen cerca de la puerta de Toledo, pero hay demasiado tráfico, un ascensor que anda lento, como lleno de fatiga y desdén, y no es ni viejo ni nuevo, más seguros esos antiguos que parecen de museo, una cabina de maderas lustrosas con puertas dobles acristaladas y banqueta forrada de terciopelo grana, un espejo biselado, todo un boudoir, o mejor, la caja de un mago.

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