a cultura no se define en las urnas, es más ancha que cualquier estadística. El encono actual entre los bandos dominantes de la cultura, cargado de adjetivos y asociaciones históricas en blanco y negro, impide valorar objetivamente que, con todas las miserias, represiones y corrupciones de los últimos 100 años, México ha sido una escena creativa de gran calado, admirable, diversa. Sin idealizaciones patrioteras ni mangas demasiado anchas, debemos reconocer que venimos de un siglo de oro (comparado con otro cualquiera) en las artes, la literatura, la danza, el teatro.
Las musas desfilaron por acá sin cesar, riñeron, fallaron, pero sobre todo acertaron, descubrieron y las reinventaron a manos llenas. Euterpe, Polimnia, Clío, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Urania y Caliamne han encontrado a quien darle cuerda y atrevimiento.
Algún imán ha de haber: como pocas naciones, dada una suerte de hospitalidad histórica, México recibió inyecciones de creadores extraordinarios que acamparon bajo las frondas de la Escuela Mexicana de Pintura, el Taller de la Gráfica Popular, la Ruptura del medio siglo, el arte posmoderno, y contamos con un auténtico, o bien bobo, turismo cultural. Tenemos los tres grandes, los otros y las otras grandes (Tamayo, Frida, los Coronel, Toledo, y usted échele nomás) y también los transterrados Mérida, Moreno Capdevila, Gerszo, Goeritz, Von Gunten, Paalen, O’Higgins, Horna, Varo, Carrington, Vlady, Laville, Alÿs (y usted échele).
Qué decir de los escritores, pensadores y poetas en exilios voluntarios u obligados. Aquí hicieron vida y obra, los sobrevivientes de la Generación del 27, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Juan Gelman, Luis Cardoza y Aragón, Tito Monterroso, Bolívar Echeverría, José Gaos, Iván Ilich, Ernesto Mejía Sánchez, Ludwik Margules. El surrealismo encontró casa siempre. Y el realismo mágico, lo beatnik, el anarquismo, las revoluciones latinoamericanas. Una sincronía cultural única. Más allá del famoso complejo de inferioridad atribuido a los mexicanos, tenemos a nuestras espaldas todo un siglo de grandeza. ¿Músicos?: Conlon Nancarrow, Gerhart Münch, Charlie Mingus, Steven Brown.
La poesía trazó en el siglo XX un notable arco de estilos, grupos y disidencias desde los modernistas y el joven abuelo Ramón López Velarde, para arborecer en contemporáneos y estridentistas, talleres y telares, omnibuses en movimiento, convivios, revistas, asambleas, antologías; un continuum que ha llegado a la sobreabundancia, la dispersión y la pérdida de brújulas críticas. También a ella la alcanzaron los desafíos del siglo XXI.
La cinematografía, tan llena de basura como cualquiera otra con una continuidad más que centenaria, ha aportado obras fundamentales al paso de sexenios, modas y formatos, del Indio Fernández y nuestro Buñuel a los y las cineastas que desfilan por festivales internacionales y Óscares, ganando más aplausos que rechiflas y no pocos premios, dando para historiadores enciclopédicos, como Emilio García Riera y Jorge Ayala Blanco.
Con el siglo XXI se establecieron nuevos criterios y asuntos: feminismo y perspectiva de géneros; preocupación culposa por el racismo, la blanquitud, las falacias del mestizaje; un protagonismo cultural inédito de poetas, escritores y artistas plásticos explícitamente indígenas; el uso creativo de las por demás vulgares y manipuladas tecnologías en curso, no tan idílicas como las previera Walter Benjamin.
Con ese pasado aún fresco y presente no nos podemos permitir no transmitirlo hacia adelante para comprender el motor de aquellos mexicanos nativos y adoptados que posibilitaron ese siglo de esplendor artístico, intelectual, literario. La dignificación de la difusión cultural y las cruzadas de lectura deben ser incesantes, México ha sido presa del analfabetismo funcional no obstante la vasconceliada, los Torres Bodet, los Agustín Yáñez y la educación pública obligatoria. Hueso duro de roer, nuestras mayorías, sometidas a la desigualdad crónica, proverbialmente no leen
. Evidencian su potencial los numerosos creadores y pensadores que han salido de donde los privilegios hereditarios no rifan y aún así nos dieron tanto.
¿Nos enfrentamos hoy a una decadencia cultural? ¿Cuánto han permeado el consumismo o la violencia criminal desatada con el siglo? En un emotivo artículo publicado en este diario (17/3/12) Carlos Payán sostenía: “Cultura tiene que ver con cultivar, con cultivo: sembrar y hacer crecer lo que nos alimenta, lo que hace posible la vida. Ni más ni menos. No un adorno, como quieren presentarla; no un asunto suntuario para unos privilegiados. Cultura es, simple y llanamente, posibilidad de vida, para mí, para ustedes, para todos. Y, sobre todo, para la juventud… que al hallar taponada la senda de la cultura que alimenta, la gran cultura, la gran pasión que permite crecer, está optando masivamente por una cultura oscura, destructiva, escatológica: la cultura de la muerte. Las bandas, las armas, las drogas, las vendettas, la sangre que corre, propia y ajena”. A tono con su inteligencia, añadía: “Se equivocan quienes piensan que en esa cultura de la muerte no hay pasión. Todo lo contrario, es una pasión desbocada, deep play, que llaman ahora”.
Terminaba el sexenio calderonista. La descomposición era imparable: Sólo la democracia entendida como cultura abierta, amplia y libre puede llevarnos a la derrota de esa otra cultura, la oscura, la del miedo, la de la violencia, la que tiene a la muerte por bandera
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