Editorial
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AMLO: a 6 años del triunfo
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l 1º de julio de 2018 tuvo lugar un terremoto electoral que marcó el fin de las alternancias entre los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional, los cuales se habían ido fusionando en el ejercicio de un poder oligárquico y privatizador que normalizó la corrupción y se sometió a los designios de Washington, los organismos financieros internacionales y las grandes corporaciones foráneas y nacionales. El triunfo en las urnas del hoy presidente Andrés Manuel López Obrador y de la coalición que lo postuló desembocó, seis meses más tarde, en el inicio de una nueva etapa de cambios acelerados en la vida del país.

Las claves para entender lo ocurrido en aquellos comicios deben buscarse, por un lado, en el agotamiento terminal del modelo impuesto tres décadas antes, en 1988, mediante la imposición de Carlos Salinas de Gortari en la Presidencia; por el otro, en la maduración ideológica, política y organizativa de un proyecto progresista que desde 1982 había empezado a disputar el poder político por medio de las urnas con el propósito de recuperar y reformar un país cada vez más desigual, descompuesto, violento y sometido a los designios foráneos.

En tres ocasiones –1988, 2006 y 2012–, el régimen le cerró la puerta a una renovación auténtica por medio de la adulteración de la voluntad popular; ya para 2018, las fuerzas políticas agrupadas en torno a López Obrador ya habían comprendido que sólo mediante una votación abrumadora a su favor serían posible neutralizar los intentos de fraude. A la postre, la candidatura del hoy mandatario recibió el mayor porcentaje de votos que cualquier otro aspirante al cargo en cuatro décadas.

El gobierno obradorista ha logrado en estos casi seis años una transformación profunda y extensa en lo social, en lo económico y en lo político: se abandonó el lineamiento de congelamiento salarial que había predominado durante los cinco sexenios precedentes, más de cinco millones de personas salieron de la pobreza, se reorientó el presupuesto para otorgar becas, pensiones y ayudas a decenas de millones, se emprendió una enérgica política de creación de infraestructura en algunas de las zonas más deprimidas y marginadas del país, se abatió el desempleo y se redujo la brecha de la desigualdad. En términos generales, el nivel de vida de las mayorías ha mejorado en forma perceptible.

En contraparte, el sector empresarial ha vivido un periodo sin precedentes de ganancias. La deuda y el déficit fiscal han experimentado un crecimiento muy discreto si se le compara con los sexenios anteriores, las finanzas públicas y privadas se han fortalecido y la moneda mexicana se ha revalorado en relación con el dólar, incluso si se toman en cuenta las turbulencias cambiarias recientes.

Por otra parte, en el actual sexenio la ciudadanía ha cobrado un marcado interés en la política, el debate público ha cobrado una intensidad que habría sido inimaginable hasta hace seis años y, en lo que respecta al gobierno federal, se abandonaron prácticas represivas características de las administraciones anteriores y se han logrado avances en lo que se refiere a los derechos de las mujeres, las minorías y los pueblos indígenas y afromexicanos.

Ha habido una reducción de la violencia y de los índices delictivos, por más que en este punto estos resulten insatisfactorios, se ha establecido una relación menos asimétrica con Estados Unidos y México ha recuperado un sitio destacado en el mundo como promotor de la paz, la cooperación, el imperio de la legalidad internacional y los principios de autodeterminación y no intervención.

Desde luego, el gobierno saliente deja considerables asignaturas pendientes; acaso la más preocupante de ellas sea el no haber podido lograr la autosuficiencia alimentaria. Por añadidura, no se ha podido avanzar en la lucha contra la descomposición social en zonas del país en las que sigue habiendo una agraviante inseguridad. Se quedó corto el intento por suprimir la llamada reforma educativa impuesta en el peñato –y que fue, en el fondo, un intento de destruir los derechos laborales del magisterio y de crear las condiciones para privatizar la enseñanza– y no se ha avanzado lo suficiente en materia de transición energética.

Para ponderar los pendientes que deja el actual gobierno debe tomarse en cuenta que ha debido operar con la camisa de fuerza del marco constitucional y legal que heredó, modelado a gusto y conveniencia de los grupos oligárquicos y los poderes fácticos que habían venido haciendo jugosos negocios a expensas de la hacienda pública; adicionalmente, la transformación que prometió López Obrador se vio lastrada por un Poder Judicial y por organismos autónomos abiertamente alineados con intereses corporativos y hasta delictivos, e incluso por burocracias renuentes a trabajar por esa transformación.

Sin embargo, el presidente elegido hoy hace seis años logró crear las condiciones para suprimir los rescoldos del viejo régimen y avanzar a paso acelerado en la construcción de uno nuevo, ya bajo la conducción de su sucesora, la virtual presidenta electa Claudia Sheinbaum.

En suma, ni los más irreductibles detractores de López Obrador podrían negar que el 1º de julio de 2018 empezó una nueva etapa en la historia de México.