l diablo nos robó la risa”. Hace seis años, justo el tiempo de un sexenio político, el documentalista franco-canadiense Julien Elie ofrecía en su notable trabajo Soles negros ( Soleils noirs, 2018), una estremecedora radiografía de la violencia en México, desde Ciudad Juárez, lugar siempre enlutado por la ola de feminicidios, hasta Veracruz, Oaxaca, estado de México y Guerrero, zonas que a diario viven bajo la incertidumbre y el temor que provocan el crimen organizado y la impunidad de la que siguen gozando, desde hace décadas, los cárteles de la droga.
En La guardia blanca ( La garde blanche, 2023), su documental más reciente, Julien Elie reitera una estrategia narrativa similar a la de Soles negros en un señalamiento social que hoy tiene como objetivo mostrar, a través de testimonios recogidos en tres estados de la República (Oaxaca, Chihuahua y Zacatecas), los daños irreparables que provocan las compañías mineras, en su mayoría canadienses y estadunidenses, las cuales han ocasionado el desplazamiento de personas obligadas abandonar sus tierras, ya sea intimidadas o violentadas, por grupos mercenarios como las guardias blancas, o por la acción de tribunales, cooptados por empresarios venales, que facilitan los despojos de sus tierras. Las poblaciones huyen asimismo de un desastre ecológico que incluye la contaminación de los ríos con productos tóxicos como el arsénico, la tala indiscriminada de árboles o la desecación de las aguas subterráneas. Todo ello marcado por una impunidad absoluta. Una denuncia similar, relacionada con el ecocidio y la corrupción política, la había hecho antes el cineasta Eugenio Polgovski en su estupendo documental Resurrección (2016).
En que ahora insiste Julien Elie es en el asedio criminal que han padecido activistas como Julián Carrillo o Roberto de la Rosa, defensores de las tierras, por parte de los grupos paramilitares que operan en las zonas afectadas, y cuya consigna es evidente: intimidar al que protesta, eliminar al que estorba, limpiar el territorio para facilitar el asentamiento y operaciones de las compañías mineras, dejando en los territorios que visita el documentalista un clima de inquietud y zozobra, también el recuerdo de una naturaleza que era limpia y amigable antes del arribo de los nuevos colonos mineros y sus prácticas depredadoras. De un estado a otro del país, los territorios ricos en minerales se los disputan la saña del crimen organizado y la avaricia de empresarios. A veces las dos fuerzas compiten entre sí; en otras, de modo más perverso, pactan y organizan la acción de las guardias blancas, sus asesinos a sueldo. Sin ser completa, la armonía social había ya antes resistido otras amenazas en estas regiones devastadas. Esta vez, la impotencia o pasividad de las autoridades, locales y federales, no dejan lugar para el optimismo, menos aún para la alegría. Un habitante concluye: El diablo nos robó la risa
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Ernesto Pardo, el cinefotógrafo de cintas como El eco (2023) o El lugar más pequeño (2016), de la documentalista Tatiana Huezo, ofrece aquí un registro notable de esos lugares, antes apacibles, ahora convertidos en pueblos fantasmas. Es sobrecogedora la imagen de una inmensa máquina extractora brotando en medio de un bosque, a la manera de una señal ominosa, no tanto del progreso que podría beneficiar a la población local, como del ímpetu que suele colocar a un lucro voraz y sin reglas por encima de toda noción elemental de humanismo y decoro.
Se exhibe en Cine Tonalá y en la sala 9 de la Cineteca Nacional a las 16:15 horas.