ace seis años, en 2018, los mexicanos cultivamos más de una ilusión. Expectantes, centenares de miles de mexicanos alentaban esperanzas en que, con el muy probable triunfo de Andrés Manuel López Obrador, candidato de una más que prolongada campaña, podría empezar a cobrar visos de realidad la posibilidad de transitar por una ruta más amplia y, por fin, aprestarnos a acometer la ardua tarea de la reconstrucción democrática del Estado nacional, reorientar nuestro desarrollo nacional y reconocernos como la sociedad diversa que somos.
A muchos nos atraía la propuesta de primero los pobres
, explícito reconocimiento de la necesidad de reorientar el crecimiento y empezar a saldar cuentas con nuestra perenne desigualdad.
La sucesión presidencial recargaba nuestro optimismo en un cambio alentador que nos permitiera el trazado de una agenda renovadora para la economía política, la educación y la cultura. Afrontar nuestras fallas y faltas en el Estado y en nuestras prácticas deliberativas. Desde luego, gestar nuevas formas de cooperación y comunicación colectivas, ejes indispensables de toda cohesión social.
Imaginábamos la construcción de un futuro habitable, con una economía en crecimiento que tuviera capacidad de ofrecer los empleos formales que cada año se requieren; con más inversiones en infraestructura y servicios; con los recursos públicos suficientes para que la sociedad toda tuviera educación y una atención digna y adecuada a la salud.
Poder trazar un nuevo perfil productivo definido por una industrialización y un desarrollo rural sustentable, regional y ambientalmente; un sistema energético poderoso y amigable con el medio ambiente y su conservación. Combatir la desesperanza y poner nuevas bases para que el país estuviera en pie.
A la vuelta de seis años, otra vez nos preparamos para ir a las urnas; no pienso exagerar que lo hacemos con menos optimismo y con más encono. Habrá que hacer pronto balances rigurosos, con la cabeza fría, sin descalificaciones ni gritos.
Repensar los temas fundamentales, los grandes asuntos del empleo, la salud, la educación; más allá del discurso facilón o de la propaganda oficiosa. Por qué, por ejemplo, no se reconoció la penuria fiscal que aqueja al Estado desde hace tiempo, con sus implicaciones sobre la calidad de vida de la población, en particular sobre los grupos más vulnerables.
Por encima del cúmulo de asignaturas pendientes con que tendremos que iniciar un nuevo gobierno, cada día es más claro que carecemos del mínimo espíritu de cooperación y de la capacidad de todas las fuerzas sociales y de los actores políticos para formular una agenda común. Una agenda pública para el crecimiento y la equidad social; asegurar un piso mínimo de derechos económicos y sociales universales que pueda ir robusteciéndose.
Si aspiramos a que nuestra política sea democrática e incluyente, tenemos que exigir(nos) claridad en los objetivos y disposición al diálogo. Aprender a debatir y a vivir en comunidad. Para empezar, reconocer las oportunidades perdidas y recuperar la dignidad mínima del Estado para conducir el crecimiento de las fuerzas productivas y auspiciar una mejor distribución de sus frutos.
Al someter el Plan Nacional de Desarrollo al archivo del olvido, el actual gobierno renunció a estas misiones. Sometió ese crecimiento a la más descarnada dictadura del mercado y dejó la obligada redistribución social al amparo de unos programas de alivio cada vez más en riesgo de precarizarse por la carencia de recursos humanos y financieros mínimos.
No llegamos mínimamente preparados para acometer tareas como éstas. Resulta vital resucitar el respeto que nos debemos a nosotros y a los demás, y poner por delante la cooperación como máxima y honorable misión de la política. Veremos.